El surrealismo, como es sabido, coloca la creación al dictado del inconsciente. Y esto no porque se haya propuesto renovar los caminos de la literatura, sino porque más bien se propone dinamitarlos.
En la antesala del surrealismo está la guerra, ese gran festival de
destrucción de las fuerzas productivas, de trituración de los cuerpos y
licuefacción de las conciencias, al que el capitalismo, no solo periódica, sino
perpetuamente, se consagra. Pero ésta es la primera de su siglo, primera a gran
escala,
Es contra ese fondo trágico, contra ese infinito desamparo de trinchera
cubriendo el horizonte, contra ese pozo de desconcierto y sinsentido, contra
ese horror, que algunos seres jóvenes, vivientes, o, para mejor decir,
sobre/vivientes, se alzarán.
Un interrogante se plantea, similar sin duda en algún grado al que más
tarde va a plantearse Adorno cuando llegue a decir que, después de Auschwitz,
no es posible escribir poesía. En 1919 la respuesta primera es también de una
tajante negatividad. No sólo no hay poesía ni literatura posibles o válidas, no
hay nada, nada más que un furor corrosivo que ataca de un solo coletazo todo
valor establecido. Esto es Dadá. “Nada de
pintores, nada de literatos, nada de músicos, nada de escultores, nada de
religiones, nada de republicanos, nada de realistas, nada de imperialistas,
nada de anarquistas, nada de socialistas (…) nada de todas esas imbecilidades,
no más nada. NADA. NADA. NADA”, dice uno de sus manifiestos. Y el propio André
Breton: “Dadá no se entrega a nada, ni al
amor ni al trabajo. Es inadmisible que un hombre deje una huella de su paso por
la tierra.”
Y, sin embargo, el mismo Breton, planteándose poco después la discusión
y defensa del espíritu moderno, va a proponer el abandono inclusive de Dadá que
“no nos sirvió más que para mantenernos
en este estado de perfecta disponibilidad en el que estamos y del cual ahora
partimos con lucidez hacia lo que nos está llamando.”
Lo que llama, lo que incita, lo que se ofrece para ser descubierto y
nombrado por primera vez: ya ahí, en ese primer paso hacia sí mismo, está el
surrealismo en su elemento natural, que es el
deseo. Ya no se tratará solamente de demoler lo que es, sino de refundar la
realidad en un sentido nuevo. Cambiar la vida, como dijo Rimbaud, trasformar el
mundo como dijo Marx, rehacer de cabo a rabo el entendimiento humano. El
principio que está en la base de esas consignas que el surrealismo se irá
dando, es, desde el comienzo, dialécticamente ligado a la imprescindible
violencia destructora, el principio creador de mundos. Es Eros.
El surrealismo coloca la creación al dictado del inconsciente. No para
renovar los caminos de la literatura, que le importan muy poco, sino para
refundar el sentido del lenguaje
Porque ¿dónde se buscará el nuevo sentido? Bien puede decirse que la
guerra no es otra cosa que barbarie, puro estallido de animalidad. Sin embargo,
son las palabras de la razón, de la lógica, del patriotismo, de la fe, de la
moral, del deber, de la cultura, de “los valores más sagrados de la
civilización”, las que la justifican, le dan lugar y la acompañan. El sentido,
indudablemente, estará en otra parte.
Y allí está: ese fastuoso territorio explorado por Freud y que cada
cual vislumbra cuando sueña. Allí está ese método de asociación libre que el
propio Breton habrá tenido ocasión de experimentar en el hospital al que, como
estudiante de medicina, es asignado durante la guerra. Y allí están los
estudios sobre la histeria, las imágenes de esas mujeres cuyos gestos y
actitudes revelan toda una vida pasional habitualmente reprimida por las
convenciones y la moral burguesas, imágenes a partir de las cuales comenzará a
formarse, sin duda, la idea surrealista de belleza -belleza de la que se nos
dirá más tarde: “será convulsiva a o no
será”.
De ese territorio tomarán
también, y para siempre, la palanca lujosa, excesiva, imperiosa del principio
de placer alzándose en contra de un principio de realidad mediocre, chato,
estrecho, contracturado y sofocante.
El surrealismo coloca la
creación al dictado del inconsciente para abrir brechas en la realidad, para
forzar, no sólo los límites de lo decible, sino también de lo vivible
Eros es principio vital,
creador, expansivo.
Y Logos, ¿qué será?
“Empezábamos a desconfiar de las palabras, dice Breton en Las palabras sin arrugas, “Se
trataba: 1º de considerar la palabra en sí, 2º de estudiar lo más cerca posible
las reacciones de unas palabras sobre otras. Solamente a este precio se podía
esperar devolver al lenguaje su auténtico destino, lo que, para algunos, entre
los cuales estaba yo, debía dar un gran impulso al conocimiento y exaltar la
vida otro tanto.”
Lamentándose de la sujeción habitual
al peso muerto de la etimología y a una sintaxis mediocremente utilitaria,
denuncia Breton que esto da cuenta del pobre conservadurismo humano y del
horror del infinito.
Pero he aquí que Marcel
Duchamp publica en la revista Littérature
unos juegos de palabras, una suerte de lapsus poéticos, que firma con nombre
fingido de mujer: Rrose Sélavy. Firma y afirma,
porque ese nombre está diciendo en realidad: “Eros es la vida”. Breton
considera primero esos juegos como producto de un total rigor matemático. Pero
entonces ocurre que, cuando Robert Desnos habla dormido, convoca a Rrose Selavy
y es en su nombre que inventa, con deslumbrante inmediatez y facilidad, los mismos
juegos que Duchamp, juegos que es incapaz de producir en estado de vigilia.
Esa experiencia demuestra
por fin, dice Breton, que las palabras viven su propia vida, que son unas
creadoras de energía.
Y concluye: “Entiéndase
bien lo que decimos: juegos de palabras, cuando son nuestras razones de ser más
auténticas las que están en juego. Las palabras, además, han dejado de jugar.
Las palabras hacen el amor.”
Veinte años más tarde, en el
poema En el camino a San Romano,
escribirá:
“La
poesía se hace en la cama
como
el amor.
Sus
sábanas revueltas son la aurora de las cosas.
La
poesía se hace en los bosques.”
El auténtico destino del
lenguaje, ese uso surrealista del lenguaje, cuyo limpio torrente van a
descubrir y liberar cuando claven su pica en el umbral del sueño, implica la re-erotización
de las palabras. Es lenguaje de amor.
Las palabras, cuerpos
sonoros, por lo tanto, físicos, sensuales, erizados, vibrátiles, son llevadas y
traídas, como todos los cuerpos, por el juego de la mutua atracción; son, como
las imágenes del sueño, expresión del deseo.
El deseo, dice el Léxico sucinto del erotismo -en el
catálogo de la exposición surrealista de 1959, consagrada justamente a Eros-,
el deseo “es la tendencia profunda,
invencible, y muchas veces espontánea, que empuja a un ser a ‘apropiarse’ de la
manera que sea de un elemento del mundo exterior o de otro ser. Esta tendencia
culmina y se desarrolla en la sexualidad. Sus modos son innumerables y
enigmáticos:
La gran fuerza es
el deseo
Y ven que te beso
en la frente.
(Guillaume Apollinaire)
La afinidad de los minerales, el celo de los animales sugiere que dicha tendencia es consustancial al universo. Pero únicamente el deseo —incesantemente ruina e incesantemente fénix— define al individuo humano. Para algunos, tiene valor por sí mismo, es un medio de conocimiento. (…)”
No es, pues, la
racionalidad, sino el deseo quien define lo humano. Y este deseo es, en primer
lugar, cuestión concreta, sobre la que la interrogación colectiva no deja de
plantearse.
El 27 y 31 de diciembre de
1928 tienen lugar, en casa de Breton, dos jornadas sobre sexualidad. Cada
miembro del grupo, por turno, interroga a los demás sobre diversos temas
concerniendo la práctica de la sexualidad. Los puntos que abren ambas jornadas
y a los que se les dedica más tiempo de discusión, son los siguientes:
“¿En qué medida el hombre,
durante el acto del amor, se da cuenta del placer de la mujer?
¿En qué medida la mujer se
da cuenta del placer del hombre?
¿En qué medida es posible y
deseable que la mujer y el hombre, durante el acto del amor, gocen
simultáneamente”
Y siguen cantidad de cuestiones:
preferencias personales en cuanto a posiciones en el amor, partes del cuerpo, excitantes,
etc., masturbación en la mujer y en el hombre, homosexualidad masculina y
femenina, perversiones, fetichismo, voyeurismo, etc.
La versión taquigráfica de
estas discusiones aparece luego en La
revolución surrealista.
Seguirán, en la historia del
movimiento, muchas otras encuestas que vuelven una y otra vez al ámbito del
deseo y la sexualidad. En 1929 es la encuesta sobre el amor, cuya primera
pregunta es: “¿Qué grado de esperanza pone Ud. en el amor?” Y la última: “¿Cree
Ud. en la victoria del amor admirable sobre la vida sórdida o de la vida
sórdida sobre el amor admirable?” En el 32, el grupo yugoeslavo interroga sobre
el deseo. En los años 50, se preguntarán los surrealistas sobre el strip-tease,
en los años 60, sobre las representaciones mentales durante el acto del amor, etc.
Se trata, como dice Maurice Nadeau
en
Se trata de sacudir la
carcasa rancia de las costumbres.
Y en 1928, desde luego, la
publicación de estas jornadas es un acto evidente de provocación y escándalo.
Todos los medios son buenos,
dice el segundo manifiesto, para destruir las ideas de patria, religión y
familia. Los surrealistas, dice, no pueden contener la necesidad de “reírse como salvajes ante la bandera
francesa, de vomitar su asco en la cara de cada sacerdote, de apuntar contra la
ralea de los ‘deberes primordiales’ el arma de largo alcance del cinismo
sexual.”
De la amplia gama de
registros que van del “cinismo sexual” a ese carácter “erótico-velado” que
Breton reconoce en la belleza convulsiva, la expresión sensible de los
surrealistas pulsará distintas teclas, en la misma medida en que en la
expresión del amor caben suspiros y blasfemias, gritos, silencios y susurros.
“Arma de largo alcance” es
también la obra del Marqués de Sade, apasionadamente reivindicado como “uno de
los polos extremos de la rebelión,”, que levanta en “las comarcas sometidas a
la supuesta ley divina, a la supuesta ley natural, a la supuesta ley política”,
la protesta humana esencial, que es el deseo.
Así le escribe Breton:
El marqués de Sade ha regresado
al interior del volcán en erupción
De donde había venido
Con sus hermosas manos todavía
adornadas con flecos
Sus ojos de muchacha
Y esa razón a flor de sálvese
quien pueda
Que es la suya
Pero desde el salón
fosforescente de lámparas de vísceras
No ha dejado de lanzar las
órdenes misteriosas
Que abren una brecha en la noche
moral
Por esa brecha veo
Que las grandes sombras tambaleantes
la vieja corteza minada
Se disuelven
Para permitirme amarte
Como el primer hombre amó a la
primera mujer
En total libertad
Esa libertad
Por la cual el fuego mismo se
hace hombre
Por la cual el Marqués de Sade
desafió a los siglos con sus grandes árboles abstractos
De acróbatas trágicos
Enganchados al hilo de
Por esa brecha, que perfora la noche moral, llegamos al amor.
Amor admirable, amor recíproco, amor carnal, amor único, amor pasión, amor
deseo, amor loco, amor sublime.
Escriben Breton y Eluard en L´immaculée
conception (La inmaculada concepción) “El
amor recíproco, el único que podría interesarnos aquí, es aquél que pone en
juego lo inhabitual en la práctica, la imaginación en la rutina, la fe en la
duda, la percepción del objeto interior en el objeto exterior.”
Es inexacta -sino malintencionada- la tesis de Xavière Gauthier que, en
su libro sobre surrealismo y sexualidad, sostiene que por esta reivindicación
insistente -y a veces desesperada- del amor recíproco y exclusivo entre dos
seres, el surrealismo regresa al matrimonio y a la familia burguesa, a la
sujeción de la mujer a la vida doméstica, etc. Afirmar esto implica olvidar que
esa búsqueda del amor es consustancial en los surrealistas con la reivindicación
apasionada, no sólo de Sade, sino también de las ideas de Fourier, quien soñaba
un nuevo mundo amoroso y escribía: “La
felicidad consiste en tener muchas pasiones y muchos medios para satisfacerlas”,
o: “La felicidad del hombre, en el amor,
es proporcional a la libertad de la que gozan las mujeres.” Es en
Estas palabras, escritas después de la segunda guerra, dejan en claro
que la defensa del amor estuvo siempre ligada en los surrealistas a sus
aspiraciones revolucionarias. Tuvieron permanente conciencia del antagonismo
entre la “vida sórdida” y el “amor admirable”, cuya realización plena y generalizada
sólo llegaría a ser posible después de un trastocamiento revolucionario de las condiciones
de existencia. “Pero a este amor, portador de las más grandes esperanzas
traducidas en arte desde hace siglos, no veo qué ha de impedirle
vencer en condiciones de vida renovadas”, escribe Breton en El amor loco (el subrayado es suyo).[1]
Para concluir, quiero citar las palabras de Robert Benayoun, en su
introducción a
(*) Silvia Guiard, Bs. As, abril 2006
[1] Escribe Breton al final del mismo párrafo: “Un tal propósito no podrá
ser cumplido por entero, mientras en el concepto universal no se haya condenado
la enorme idea cristiana del pecado. Nunca existió el fruto prohibido. La
tentación es por sí divina.” Es evidente que, de
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