No sé si este relato, que forma
parte del magnífico libro de Jorge, Historias Inauditas, es el mejor logrado
de los nueve que lo conforman, pero lo selecciono porque encuentro en él —quizá
el autor aún no lo sepa, o sí— un emergente que inscribe aspectos iniciales de
una búsqueda común para crear, expresar o leer literatura, sea del género que
sea; y, si es transgénero, mejor. Es un efecto disgregador que actúa
centrífugamente, pero también con una fuerza contraria, instalando en el centro
aquello que estuvo relegado, negado u oculto en los márgenes. Este efecto,
buscado de diversas maneras y formas, está presente en todo el libro desde el
inicio. Parece que fuera... Y cuando uno se pregunta: "¿Pero, parece
qué?", la respuesta se desvanece, obligando a buscarla en el próximo texto, y en el
siguiente... ¿Y luego? Bueno, luego quizás haya que esperar pacientemente su
próximo libro.
REVOLUCIÓN
Avendaño se bajó de la autopista a la altura de Bell Ville y continuó
esquivando baches por la Ruta 9 en dirección a Rosario. En el campo la soja
comenzaba a amarillear y el maíz estaba alto. Sobre la margen izquierda una
cortina de árboles daba una confortable sombra, aliviando el calor del sol que,
desde el mediodía, abrasaba la chapa roja del Ford Fiesta. De pronto, un olor
nauseabundo lo obligó a cerrar la ventilación del coche y en seguida apareció,
bajo la arboleda, un feedlot lleno de
vacas que se amontonaban en el barro. Unas enormes máquinas y un número
importante de camiones circulaban por la ruta con exasperante lentitud, las
cuatro por cuatro los rebasaban con facilidad, pero él lo hacía con cautela.
Al atravesar Leones quitó la música para atender a los carteles. A metros
de salir de la ciudad estacionó en la banquina para consultar el mapa, lo
desplegó sobre el volante y, deslizando el dedo índice sobre el papel, siguió
el trayecto de la línea roja que marcaba el camino. Se dio cuenta de que se
había pasado. Abrió su agenda en la sección de notas y leyó:
En Bell Ville doblar a la derecha x R-3,
seguir hasta el cruce c/R-6, doblar a la izquierda. Justiniano Posse,
Inriville, Camilo Aldao, Los Surgentes. Agarrar desvío a la derecha antes de
Cruz Alta (va a Corral de Bustos).
Volvió a mirar en el mapa el lugar al que se dirigía: sobre un hilito innominado que unía la Ruta 6 con la 11 había marcado un punto y escrito el nombre San Chárbel a su lado. Reubicado, siguió hasta Marcos Juárez. Pasando el parque industrial desvió por la circunvalación hasta la Ruta 12.
Después de andar varios kilómetros cruzó el río Carcarañá, llegó al cementerio de la intersección con la Ruta 6, frenó y leyó los letreros. Una flecha que apuntaba a la derecha señalaba Inriville, dobló a la izquierda, hacia Cruz Alta. Avanzó con el sol poniéndose a su espalda, el reflejo de los rayos que entraban por la luneta lo cegaban en el espejo retrovisor. Dejó atrás el desvío que llevaba a Camilo Aldao, entró en la curva, traspuso Los Surgentes y siguió hasta llegar al peaje, donde preguntó por la ruta a San Chárbel. Pero la empleada, excusándose en no ser del lugar, le dijo que no conocía el poblado. Llegó a Cruz Alta sin ver la desviación, se detuvo a cargar nafta en una YPF y preguntó al playero, que consultó a su compañero y ninguno de los dos supo decirle por el camino que buscaba. Estacionó, entró al bar, pidió un café grande y un sándwich de jamón y queso. Ni la moza ni la cajera habían escuchado siquiera hablar del pueblo. Fue al baño, volvió a la mesa y se demoró en la merienda con placer. Sentado junto al ventanal estiraba las piernas y enderezaba la espalda mientras miraba el escaso movimiento exterior. Tras el último bocado corrió a un costado la taza y el plato, extendió el mapa sobre la mesa y lo estudió en detalle.Ahí estaba, impresa con unas rayitas verdes, la carretera que buscaba y
que, a pesar de haber permanecido atento, se había salteado. Pagó y salió
despacio, dispuesto a desandar el camino. Recorrió nuevamente el tramo sin
sobrepasar los ochenta, pero igual no dio con el desvío. Decidió pernoctar en
un Cruz Alta e intentarlo al otro día, con la luz de la mañana, por lo que dio
la vuelta con la noche cayéndole encima. Manejaba distraído cuando, a la mitad
del recorrido, los faros iluminaron a la distancia un cartel de señalización
medio oculto entre la maleza. Bajó la velocidad y apenas pudo distinguir las
letras blancas que indicaban San Chárbel,
45 km, porque el impacto de unos
perdigones había hecho saltar la pintura.
El camino era una cinta oscura que se fundía en lo profundo de la
nocturnidad. En el cielo no había luna ni estrellas, sólo los focos del coche
iluminaban el asfalto sin marcas, bordeado por estrechas banquinas, donde el
yuyal amenazaba invadir la calzada. En ambas márgenes el maíz, tras los
alambrados, formaba un muro tupido y alto. No se veía siquiera un mojón, nada
que indicara los kilómetros. A Avendaño le daba la sensación de ir por un túnel
interminable. El reloj del tablero marcaba las 21:51. El aire que entraba por
las ventanillas se metía por las mangas de la camisa poniéndole la piel de
gallina. Ya llevaba un buen rato conduciendo, sin embargo no aparecían luces ni
otros autos que evidenciaran la cercanía del lugar. Recién a las 22:37 divisó
un punto amarillento que poco a poco se fue transformando en la pálida penumbra
de un farol, cuya luz alumbraba con desgano la leyenda: Bienvenidos a San Chárbel, escrita en el arco de ingreso.
Entró por el Bulevar San Martín, dividido por canteros con bancos de
granito y floridos palos borrachos. Allí se ubicaban las casas más importantes.
Terminaba en la Plaza Sarmiento, que tenía una estatua del prócer y donde los
cedros se destacaban entre palmeras y cipreses. Había juegos, bancos y un
pequeño anfiteatro. La circundaban el palacio comunal, el juzgado, la iglesia
con sus dependencias, los bomberos y la policía. Sobre un lateral, rompían la
armonía una estación de servicio con su bar, una granja y una panadería.
Avendaño estacionó en la playa y entró al bar. Buscó una mesa junto a las
ventanas para mirar la calle. Hojeó el suplemento deportivo del diario
esperando al mozo. Cuando se acercó ordenó una hamburguesa con una cerveza y
preguntó por un hotel. Le recomendó que se alojara en El República de Líbano, que era el mejor. El Oasis era más barato, pero estaba lejos y funcionaba como
albergue transitorio. Tras el asesoramiento, le ofreció shawarma, añadiendo que
era más sabroso y curioseó por el motivo de su presencia en un lugar tan
alejado.
-Soy el nuevo bibliotecario de la
escuela, vengo a ocupar el puesto.
Encontró el hotel sin dificultades, a una cuadra, junto a la Sociedad
Libanesa. Al bajar del coche sintió frío, miró a ambos lados de la calle
desierta y cruzó lento, moviendo los hombros para acomodar la espalda. Empujó
la puerta y la encontró cerrada. Tocó el timbre un par de veces y como nadie
atendía arrimó la cabeza al vidrio para inspeccionar el interior. En el
mostrador de madera oscura se veía la luz de un velador irradiando sobre el
libro de registro. Detrás, un panel, también de madera, con las llaves colgadas
de unos ganchos de bronce. Insistió con el timbre pero nadie respondió, sólo un
gato gris lo observaba desde un sillón. Se alejó para mirar desde la calle,
constatando que la casa arriba tenía dos balcones con macetas, en las que se
lucían unos malvones y unos cactus achatados. Entre ambos asomaba un letrero
luminoso con la palabra Hotel sobre
el escudo libanés y República de Líbano debajo.
La letra R titilaba, y la O directamente estaba apagada.
De pronto, lo atrajo un vocerío proveniente de la esquina, que se convirtió
en un griterío risueño a medida que se fue acercando. Por las ventanas de la
Sociedad Libanesa vio a cuatro hombres jugando al truco y a un grupo de
parroquianos que los miraban. Caminó hasta la entrada, subió los escalones,
abrió ambas hojas de la puerta e ingresó al salón, que conservaba el aspecto
que debió tener en sus inicios. El piso era de baldosas, bordeado de guardas
con figuras de cedros. Los muebles eran de una madera de vetas profundas,
lustradas por los años y la barra de estaño. Las paredes hacía tiempo que no se
pintaban. El rosa viejo le servía de fondo a un mapa de Oriente Medio, a unos
pósters con paisajes Mediterráneos y a un espejo que agrandaba las dimensiones del
lugar. En un silencioso plasma jugaban Independiente con Almirante Brown.
El cantinero estaba de pie junto a la mesa, observando con la bandeja bajo
el brazo. Vestía pantalón, chaleco y moño negros, que contrastaban con la
camisa y la palidez de su rostro. A su lado, un hombre mayor seguía la partida.
Calzaba alpargatas de lona, llevaba una bombacha amplia y una boina tejida,
como de domador. Tenía la piel del rostro curtida y la barba blanca. Sentado
junto a las parejas, un muchacho aindiado participaba de las bromas y
vicisitudes del encuentro. Al arrimarse pudo ver a los contendientes. Un hombre
de cabello cano y grandes ojos oscuros, hacía dupla con otro de abundante
cabellera roja. Enfrentaban a un señor mayor, de calva coronada por una
melenita que alguna vez fue rubia. Se calzaba los lentes en la prominencia de
su nariz ganchuda y desparramaba su cuerpecito obeso sobre la silla. Lo
acompañaba un hombretón barbudo, que había colgado el saco en el respaldo de la
silla, arremangándose la camisa. Se encontraban tan compenetrados que ninguno
le respondió el saludo.
-¿Tenés algo para la primera? –preguntó el hombrecito narigón al
hombretón.
-Las viejas. Pero ellos no tienen
nada… así que cantales.
-A vos Nassum: por los
acantilados de Dover iba Erick el Rojo, con un hachazo en el ojo y una flor en el pullover.
La flor no fue aceptada y se terminó el partido. Ahora sí, todas las
cabezas giraron para mirar a Avendaño, que preguntó:
-¿Podrían informarme si el hotel está
abierto?
-Deme un minuto y lo acompaño, soy el
conserje –dijo el hombre de cabello cano y le pidió al cantinero que
anotara su consumición, se despidió y salieron juntos a la calle. Fueron
caminando hasta el hotel y, ocupando su lugar frente al libro de registro,
comenzó a preguntarle:
-¿Nombre?
-Hugo Félix Avendaño.
-¿Edad?
-Sesenta y dos años.
-¿Nacionalidad?
-Argentino.
-¿Estado civil?
-Viudo.
-¿Profesión?
-Bibliotecario.
- DNI, teléfono, dirección y esas cosas me
los da mañana. Me llamo Asad, Jacir Asad, para lo que
necesite. Puede guardar el auto en el garaje.
Asad le abrió el portón y el bibliotecario ingresó el coche por una galería
lateral de la casona, giró en el fondo y se detuvo en el patio trasero, bajo un
alero de chapa. Sacó el equipaje del baúl, el conserje lo ayudó con la valija y
reingresaron por un largo pasillo que los condujo a la recepción. Subieron al
primer piso por una escalera de madera cuyos peldaños lustrados brillaban en la
oscuridad y fueron hasta una de las habitaciones que daban a la calle. El
cuarto era amplio, con una cama matrimonial y tenía un baño con ducha. Sobre la
cómoda estaba el televisor. En un rincón había un pequeño escritorio y una
silla. En la pared libre se erguía un ropero de madera, con un espejo interno.
En el balcón, los malvones y los cactus titilaban bajo el influjo intermitente
de la R del cartel. Antes de irse, el
conserje le dejó sobre la cómoda una cajita de fósforos con el escudo libanés y
la leyenda Hotel República de Líbano, y agregó:
-Bienvenido a San Chárbel, es un buen
lugar para quien lo sabe llevar.
***
A pesar del cansancio y de que no había puesto el despertador, Avendaño
amaneció a las seis y cuarto. Se duchó, se afeitó y se vistió con ropa formal
para presentarse en la escuela. Bajó a las siete y, sin atreverse a dejar la
llave porque no vio a nadie en la conserjería, fue a desayunar al bar de la
Sociedad Libanesa, que estaba abierto. Se sentó en una mesa junto a una ventana
para mirar la actividad del exterior, que a esa hora era nula. Afuera
despuntaban los primeros rayos del sol, que entraban tímidamente clareando su
mesa, y se escuchaba el chillido de unos teros perturbando la quietud.
Lo atendió una mujer robusta. Tenía las pestañas tan tupidas que sus ojos
parecían delineados. Se había pintado los labios, las uñas de rosado y usaba el
cabello recogido en una trenza. Tomó el pedido y al rato se lo sirvió. El
bibliotecario desayunó leyendo la sección deportiva del diario, que traía un
extenso comentario del partido de la noche anterior. Al rato, el lugar se fue
llenando de gente que parecía no verlo y se iba reuniendo en grupos para tomar
café, hablar de política y de negocios. Se levantó y pagó en la caja, donde le
indicaron cómo llegar a la escuela.
En la avenida se puso los lentes ahumados y se dirigió por la sombra que
los fresnos y los lapachos proyectaban sobre la vereda. El pueblo se apreciaba
chato bajo la inmensidad azul del cielo. A medida que se alejaba del centro las
casas iban cambiando su fisonomía. Adentrándose en las calles de tierra, eran
cada vez más humildes. Antes de llegar a los confines, pasando las viviendas de
planes, había taperas desperdigadas por el descampado. En ese límite, como un
fortín de frontera, estaba la moderna construcción a la que iba. Desde afuera
vio un patio de baldosas amarillas en el que estaba el mástil, donde flameaba
la bandera. Lo atravesó, subió la escalinata y entró a un espacio luminoso, que
distribuía a las aulas y a las diferentes dependencias por corredores. Siguió
los letreros hasta la dirección y desde el dintel golpeó la puerta abierta,
ingresó y se presentó a la secretaria, que escribía sentada en su escritorio,
tapada por una pila de carpetas y papeles.
-Hola, soy Hugo Avendaño, el nuevo
bibliotecario.
La secretaria, una mujer joven y alta, se levantó y le tendió la mano. En
la cúspide de su cuerpo voluminoso destacaba su cara rosada y rechoncha. Usaba
el cabello rubio muy corto.
–Camila Gidi, encantada. Ahora lo
anuncio con la señora directora.
Se dirigió hasta el despacho, dio un par de golpecitos y entró. Reapareció
de inmediato, solicitándole que tuviera la amabilidad de esperar un rato.
-Puedo volver en otro momento.
-Serán minutos. ¿Le costó encontrar
el pueblo?
-Bastante.
-¿Vino con la familia?
Avendaño no alcanzó a negar, que se abrió la puerta de la dirección, de la
que salieron tres mujeres.
-¿No le dije? Al final no pudo contarme
nada. Profesor Avendaño, le presento a nuestra directora, la
licenciada Zara Medina.
Se saludaron y entraron al despacho en compañía de Camila, que les ofreció
café y se retiró, regresando al rato con dos tacitas humeantes que perfumaron
el aire. La directora era una mujer menuda y amable, tenía el cabello gris y
usaba un flequillo cortado sobre los anteojos. Sus ojos pardos se magnificaban
tras las lentes, pareciendo desproporcionados respecto a su pequeña nariz.
Tenía labios delgados y el labial le invadía el bozo. En las solapas del
guardapolvo llevaba una escarapela y el pin de un cedro. Después de charlar de
manera distendida sobre las generalidades de la escuela lo llevó hasta la
biblioteca, que ocupaba un par de habitaciones en la parte trasera del
edificio, a donde se llegaba cruzando de punta a punta el patio.
El lugar era aislado pero confortable. En el centro de la primera
habitación había una gran mesa rectangular rodeada de sillas, para que los
alumnos se sentaran a leer. Contra el tabique divisorio había dos computadoras,
sobre las que colgaban un mapa de la República Argentina y otro de la Provincia
de Córdoba. A la izquierda, estaba amurado un pizarrón. La pared libre tenía
tres pósters. El primero, con el Tren de las Nubes trepando una ladera ocre. El
segundo, con el glaciar Perito Moreno. En el último, las cataratas del Iguazú,
magníficas entre la exuberante vegetación selvática. En el cuarto contiguo
estaba su escritorio, el archivo y los anaqueles con los libros, junto a una
mesa redonda. Sus adornos eran una foto de José Hernández y una reproducción de
La Torre de Babel, de Brueghel. A un lado, una escalera de caracol conducía a
un espacioso altillo, que funcionaba como depósito. Contaba con baño y cocina.
Una puerta de aluminio y unas ventanas corredizas comunicaban con la calle de
atrás, que era de tierra y daba al campo.
-Bienvenido a su universo, ¿qué le
parece?
-Me sorprende gratamente.
-A nuestra biblioteca también la
consultan los vecinos... básicamente
el doctor Epstein. Está jubilado y pasa la mayor parte de su tiempo enfrascado
en la lectura. Ya lo va a conocer, no se deje llevar por lo que dice, es un
hombre de ideas peculiares, ya sabe cómo son los extranjeros.
-¿De dónde es?
-Dicen que es un bebé del holocausto, que tiene un número en el antebrazo, ¿se da
cuenta?
-Esas experiencias dejan marcas
indelebles.
-Lo comentaba porque va a ser su
mejor cliente, por no decir el único. Espero que se sienta a gusto entre
nosotros, cualquier inconveniente o necesidad me avisa, o mejor a Camila. A
propósito ¿cuándo empieza?
-Debería comenzar la semana que
viene, pero estando aquí y sin otra cosa que hacer podría venir desde mañana,
digo, para familiarizarme con el lugar. ¿Sabría de una inmobiliaria?
-Está cerca de la plaza, si anda por allí
pregunte y le van a saber indicar.
Antes de despedirse, la mujer le entregó un juego de llaves. Al salir del
establecimiento Avendaño caminó sin rumbo por los alrededores del pueblo, al
poco de andar dio con una calle que lo condujo entre parcelas de campo donde
crecía el maíz. En otras, la soja estaba alta y amarilla. Se quedó largo rato
observando una lechuza que lo miraba fijo, cuando quiso acercarse salió volando
y se posó en un poste distante. De regreso al pueblo pasó frente a un lote con
ganado de pelambre rojizo que rumiaba ignorándolo. Sintió hambre, buscó el bar
de la estación de servicio, entró y pidió un shawarma.
Al llegar al hotel encontró a Assad en la recepción, ante quien se excusó
por haberse llevado la llave. El conserje respondió que no había problemas,
tenía otro juego, y le contó que había estado ensayando con la banda para el
Festival. Se sorprendió al encontrar la cama hecha, en la que se acostó a
dormir una siesta. Cuando despertó, con un calentador eléctrico entibió agua y
tomó unos mates escuchando música en la radio. Cuando se lavó la yerba, se
acicaló y salió. Fue andando sin prisa hasta la plaza, donde un anciano que
alimentaba a las palomas le dijo cómo llegar a la inmobiliaria.
La oficina del martillero Nassum estaba muy cerca, se trataba de una
habitación en su casa acondicionada a tal fin. El piso era de parquet flotante
y los muebles de diseño. En las paredes había cuadros con títulos, cursos y un
gran mapa del pueblo. Allí lo recibió el pelirrojo que jugaba al truco cuando
llegó, quien le informó que de momento sólo podía ofrecerle unidades demasiado
grandes para una sola persona. De todos modos lo invitó a sentarse y le abrió
una ficha con sus datos, por si se presentaba algo. De salida, Avendaño
preguntó por una peluquería.
Dobló en la esquina y, como le había indicado Nassum, un letrero anunciaba
el Salón Unisex Nacho, coiffeur estilista.
Sin embargo, el local contaba con escaso glamur. En un espacio reducido se
apretaba el sillón contra un espejo con cajonera y ganchos para los enseres. A
su espalda el peluquero, que no era pequeño, había logrado colocar tres sillas
y una mesita ratona, sobre la que se amontonaban revistas viejas. Publicidades
de champú, un banderín y un póster de River Plate decoraban el local.
Cuando entró, Nacho estaba trabajando sobre la cabeza de un cliente.
Avendaño saludó y se sentó a leer una publicación del año anterior, pero no
conocía a ninguna de las personalidades que allí aparecían. Mientras miraba
fotos de mujeres posando con bikinis en la playa, escuchaba al peluquero y su
cliente hablar de asuntos políticos locales, mencionando con especial énfasis
la proximidad del Festival. La conversación los animaba, el cliente decía que
esperaban tener una gran convocatoria gracias a que ese año el evento había
sido declarado internacional, por lo que vendrían autoridades provinciales, el
grupo Impulso y Pancho Bonafortuna, cuyo solo nombre les provocó risa.
-Si el señor todavía está por aquí y
gusta, puede asistir, irá el pueblo entero –dijo el cliente, que resultó
ser el hombretón que jugaba al truco.
-Voy a estar. Vine a trabajar, soy el
nuevo bibliotecario. ¿De qué se trata el convite?
-Encantado, Osmar
Assef, presidente comunal para servirle.
-Hugo Félix Avendaño, un
placer.
- Se trata del Festival que hacemos cada
año en el Club. Sería una buena ocasión para presentarse en sociedad, porque
acuden todos… excepto los inadaptados de siempre.
Assef se miró los perfiles y la nuca en un espejito que Nacho le sostenía
desde atrás, rotándolo para un costado y para el otro. Aprobó con la cabeza, se
puso de pie y se sacudió con la mano los pelos que habían caído sobre sus
pantalones. Era un hombre robusto, con una barba tupida y oscura. Recogió el
saco del perchero, saludó y se marchó contento, luciendo una media americana.
El peluquero barrió y echó los cabellos dentro de un cesto, lo miró en silencio
y con un gesto lo invitó al sillón.
No cruzaron muchas palabras, Avendaño le preguntó si le gustaba el fútbol y
Nacho afirmó que sí, después si era de River y volvió a asentir. Ante tal
demostración de parquedad prefirió aguardar callado a que hiciera su trabajo.
Cuando terminó le colocó el espejo redondo detrás de la cabeza, moviéndolo a un
lado y al otro para que observara el corte, otra perfecta media americana. Se
limitó a decir el precio y a saludarlo cuando se marchó.
Afuera había anochecido, su reloj marcaba las 20 y 17. Se quedó en la
vereda bajo el letrero, mirando a una y a otra mano del callejón sin saber para
dónde ir. Volteó y Nacho, que lo estaba observando, le señaló con el índice
hacia la derecha. Se abrochó el saco y levantó las solapas para protegerse del
fresco, metió las manos en los bolsillos y emprendió la marcha. En la esquina
se dio cuenta de que estaba en el Bulevar por el que había ingresado al pueblo.
A su izquierda divisó la plaza, dudó un instante pero decidió ir a comer antes
de regresar al hotel.
Aquella noche se acostó planeando entrar en contacto con fichas, libros y
material didáctico, pensaba que sería el mejor modo de empezar a familiarizarse
con el lugar donde pasaría gran parte de los próximos años.
***
Al día siguiente despertó temprano y fue al bar de la Sociedad Libanesa,
donde desayunó junto a la ventana, dejando que el sol le diera en el rostro. Se
tomó el tiempo para hojear los titulares del diario, detenerse en el horóscopo
y en los chistes de la contratapa. Antes de salir permaneció un buen rato con
los ojos cerrados, envuelto en esa calidez, hasta que partió con el equipo de
mate en bandolera, escuchando Vivaldi en sus auriculares. Procuró llegar a la
escuela cuando el alumnado estuviera en las aulas, no quería encontrarse con
docentes, preceptores, ni estudiantes.
Absolutamente nadie fue a retirar libros ni lo visitó, excepto la portera,
que asomó la cabeza ofreciéndose para traerle alguna cosa de la panadería.
Después, unos chicos curiosos lo espiaron desde el patio durante los recreos.
Notó sus miradas por la puerta y las ventanas abiertas, pero ninguno entró. Al
mediodía sacó una silla a la calle trasera y almorzó dos empanadas recalentadas
mirando el campo. Por allí no circulaban coches ni personas, apenas unos galgos
flacos y unos horneros confianzudos, que competían con los gorriones por las
migas.
La siesta la dedicó a pasear por caminos rurales. Enfiló hacia el sur, para
el lado de una zona de quintas, donde las casas eran sencillas. En sus parques
se veían pequeños huertos y árboles frutales. Hacía tiempo que no llovía y la
tierra estaba seca. A unos kilómetros del pueblo se topó con una Hilux y una
gigantesca máquina que levantaban una nube de polvo. Sobre los postes se
posaban chimangos y lechuzas. Bandurrias oscuras dibujaban una V sinuosa contra
el cielo diáfano. Tras unas vías muertas, pasando un basural repleto de moscas,
encontró un rancho que tenía adosado un corral, donde convivían un caballo y
una oveja. Cuatro cuscos salieron ladrando a su encuentro. Enseguida, del
interior surgieron unas criaturas descalzas y con el cabello enmarañado. El
niño más pequeño andaba en pañales y chupaba un pan. La otra era una nena que
atravesó la puerta pedaleando a toda prisa un triciclo despintado.
Al concluir la jornada fue a la inmobiliaria para preguntar por novedades.
No encontró a Nassum, que estaba tasando una propiedad pero no demoraría en
volver, según su esposa. La mujer lo atendió amablemente, recordándole que era
docente en su misma escuela y que habían sido presentados por Camila durante la
mañana, cosa que no recordaba. Sofía Sahuan, además de enseñar matemáticas, se
ocupaba de la administración del negocio familiar.
Lo invitó a pasar ofreciéndole café, que tomaron en el living hablando del
trabajo, la biblioteca y cosas afines. Cuando llegó Nassum, que se unió a la
conversación, comparaban las ventajas y desventajas entre la vida de pueblo y
de ciudad. El matrimonio nunca había vivido fuera de San Chárbel, sólo habían
estado en Córdoba y Rosario, lamentándose de no haber ido nunca a Buenos Aires,
motivo por el que tenían una perspectiva diferente a la del bibliotecario, que
siempre había residido en ciudades populosas, siendo esos sus primeros días en
un pueblo. Cada cual se refería, desde su óptica, a mundos que desconocían,
intentando agradar la opinión del otro, por lo que la charla era un parloteo
inconsistente.
Avendaño salió con el anochecer, caminó hasta la plaza y se sentó en un
banco, desde donde vio a los feligreses llegar a la capilla llamados por las
campanadas. Siendo temprano para cenar entró a misa para hacer tiempo. La
mayoría eran mujeres, y los escasos varones eran viejos o niños. Durante el
sermón, el cura habló de cuando Jesús caminó sobre las aguas del Mar de
Galilea, mencionando Los Altos de Golán, para terminar destacando la
importancia que el Festival tenía para la comunidad. El bibliotecario se retiró
antes que concluyera el oficio y después de cenar en su habitación se acostó a
dormir.
***
Fue a la escuela temprano, almorzó y echó una cabeceada en un sofá de la
biblioteca. Al despertar calentó agua, colocó el termo sobre la mesa redonda y
se cebó unos amargos en un matecito de lata que apoyó en la sección Filosofía.
Repasando los nombres sobre los lomos llegó al Diccionario de Ferrater Mora,
extrajo el primer tomo, lo abrió al azar y notó que el artículo correspondiente
a Alienación estaba subrayado donde
decía:
Estado
en el cual una realidad se halla fuera de sí.
Observó que las ocho páginas correspondientes a Alma estaban meticulosamente leídas y señaladas. Encontró que
habían marcado varias líneas del artículo Alucinación.
Al pasar a la letra B, vio que en la
tercera página del artículo referido a Bien
habían destacado:
Cuando el Bien es considerado como algo
real, conviene precisar el tipo de realidad al cual se adscribe.
Y al margen, con letra cursiva:
Adscribir
a algún tipo de realidad.
En la C, unas líneas de Causa habían sido subrayadas a pulso:
El término griego… tuvo originalmente un
sentido jurídico y significó ‘acusación’ o ‘imputación’… el término latino causa
procede del verbo caveo, ‘me
defiendo’.
Y al lado:
Nuestra
causa es una defensa.
En la segunda columna correspondiente a Dios,
habían resaltado un párrafo referido a pruebas
de existencia:
Deberemos incluir en ella la posibilidad
tanto de que la prueba ofrecida fracase o sea inaceptable, como la posibilidad
de que puedan ofrecerse pruebas de que Dios no existe.
Junto a lo cual decía:
El
sistema está caduco, el cadáver de Dios hiede.
Volviendo las páginas para atrás, descubrió que el artículo Demonio también estaba comentado:
Platón
dice que Sócrates estaba endemoniado desde la infancia.
Y con un trazo delgado y casi ilegible:
Ethos
antrophos daimon (Heráclito).
Avendaño se disponía a buscar el segundo tomo del diccionario cuando, por
la puerta trasera, entró el hombre que la noche de su arribo había cantado flor
en el partido de truco. Era de escasa estatura y obeso. Su aspecto general era
desprolijo. Los pocos pelos amarillentos que le coronaban la cabeza estaban
largos y despeinados, y la barba crecida de días. El visitante lo miró y,
acomodándose las gafas, se presentó:
-Buen día, soy el doctor Jacobo
Epstein.
-Hugo Avendaño. La licenciada Medina me dijo que usted es
quien más utiliza la biblioteca, me alegra conocerlo.
-¿Y qué más le dijo de mí la señora
directora?
-Nada, eso.
-Seguro que le dijo que soy raro,
lo dice todo el pueblo, así que no se
disculpe. La verdad es que no me
importa. El que esté libre de rarezas que arroje la primera piedra, y haga
sapitos.
-La gente habla porque tiene boca.
-Avendaño, el lenguaje es un virus
alienígeno.
-Ciertamente, más hablamos más nos
desentendemos, es como una enfermedad…
-Ahí la tenés: La Torre de Babel. ¿Te
imaginás qué caos si soltaran el lenguaje en medio de un hormiguero?
Pidiendo permiso, Epstein seleccionó unos libros que fue colocando sobre la
mesa, junto a una libreta que había traído consigo. El doctor calzaba unos
mocasines negros a los que les faltaba lustre, el globo de su abdomen colgaba
sobre los vaqueros gastados y caídos, abultando una camisa color té.
Avendaño buscó su ficha para llenarla y observó por los títulos que venía
consultando, que el doctor en los últimos tiempos había estado interesado en
los filósofos presocráticos y pensadores decimonónicos.
-Veo que sos aficionado a lecturas
elevadas.
Ahora había extraído los Diálogos
de Platón y el primer tomo de Los
Tratados Hipocráticos. Los tenía abierto en las páginas que había dejado
señaladas y leía alternativamente de uno y de otro, en silencio, mientras
Avendaño cebaba mates y hacía su trabajo.
-¿Un amargo? Están medio lavados, pero
puedo cambiarle la yerba.
-Está bien, los prefiero lavados.
Epstein continuó leyendo abstraído y cada tanto anotaba con un lápiz mocho
en su libreta. El mate cambió de mano varias veces antes de que le renovara la
yerba. Recién como a la media hora, el doctor soltó un ajá que le permitió al bibliotecario preguntar por su lectura y
ofrecer su ayuda profesional. Entonces Epstein, haciendo una pausa, le explicó
que desde hacía algunos años estaba trabajando en un proyecto ambicioso.
-Intento demostrar que Alcmeón de Crotona
logró infiltrar un libro pitagórico entre los Tratados Hipocráticos, que era
una escuela de orientación contraria. El sabotaje intelectual era una práctica
común de aquellas épocas.
Hipótesis que, según aseguraba, avalaría con los documentos pertinentes,
inadvertidos hasta la fecha, a pesar de que estaban a la vista de todos, como la Carta Robada. Citó el caso del Timeo, que estaría escrito por Filolao,
a quien se lo habría adquirido Platón. Sostenía que no se trataba de un plagio,
como se solía interpretar, aseverando que era una estrategia pitagórica,
escuela que daba mayor valor a las ideas que a la fugacidad del nombre propio.
-En la lucha por imponer su cosmovisión
sobre las otras, aprovechaban la vanidad de sus adversarios, a quienes les
dejaban la fama. Con ese artilugio lograban que el vencedor defendiera las
ideas del vencido. Por eso, a los pitagóricos no les estaba prohibido escribir,
sino publicar.
Para demostrar su teoría, Epstein extrapolaba el ejemplo del Timeo, afirmando que Alcmeón había
escrito y logrado infiltrar el Juramento dentro
del Corpus Hipocrático. Ante la cara de incredulidad del bibliotecario, el
doctor abrió los Diálogos y leyó:
He aquí a Timeo, del tan bien legislado
estado de Locro, en Italia…
Interrumpiendo la lectura, lo miró y preguntó:
-¿Lo ves? Platón no ignoraba el
origen de Timeo, que Jámblico, por otro lado, incluye en su catálogo de
doscientos dieciocho pitagóricos, pero haciéndolo oriundo de Crotona, en vez de
Locro. Es decir, era coterráneo de Alcmeón, ¿te parece casual?
-¿En serio Platón plagió uno de sus
diálogos?
-Lo
interesante es que, lo que en Platón era plagio, en Filolao era estrategia. Hay
testimonios
fehacientes de la transacción comercial, lo que hace pensar que no fue un caso
aislado, sino una práctica corriente de aquella época. Se sabe que Filolao huyó
de Italia después de sobrevivir al incendio del Auditorio, una especie de comunidad donde los estudiantes convivían
mientras se formaban. Resulta que un aspirante llamado Cilón fue expulsado por
su ineptitud para filosofar, una sana costumbre de esos tiempos. Pero el
despechado, tomándolo a mal, incendió la casa. Casi todos murieron abrasados,
excepto Filolao y otro compañero. En el exilio, y excusándose en necesidades
económicas, le entregó unos escritos secretos a Platón a cambio de cien minas
de plata. Si no me creés, escuchá lo que escribe Cicerón:
Una
vez muerto Sócrates, Platón viajó primeramente a Egipto para instruirse, y
después a Italia y a Sicilia, para conocer los descubrimientos de Pitágoras. Y
estuvo mucho tiempo con Arquitas de Tarento y Timeo de Locro, y adquirió los
comentarios de Filolao.
Jámblico,
para rematarla, dice que un tal Timón compuso una sátira respecto al precio
pagado por Platón para transformarse en su autor, en la que juega con las
palabras timo y Timeo. ¿Qué me
contás?
-Que me dejás de piedra ¿Y lo del
Juramento?
-Eso no tiene desperdicio. Pensá que estamos hablando del texto
hipocrático por antonomasia. Significaría, no sólo que las bases de las
actuales formulaciones deontológicas no fueron escritas por Hipócrates, sino
que además pregonan conceptos contrarios a sus enseñanzas.
-Eso es increíble.
-Y sin embrago es así. Una inducción
sutil, al estilo griego.
-¿No te parece rebuscado?
-Ya conocés el dicho, la realidad
supera a la ficción.
-¡Y de qué manera!
-La
cuestión del origen pitagórico del Juramento no lo digo solo yo, me apoyo en
renombrados helenistas. El texto sería un contrato por el cual el aspirante
aceptaba condiciones inadmisibles para un hipocrático. ¿Qué médico pitagórico
conocemos? Alcmeón, quien dijo que el
hombre juzga por signos, restringiendo el conocimiento a los dioses, que
penetran lo invisible. Comprendió que la criatura humana muere por no anudar el
principio con el fin. Fue un médico interesado en la filosofía, mientras Filolao fue un filósofo
interesado en la medicina. Los dos nacieron y vivieron en la península itálica,
fueron contemporáneos de Platón y de Hipócrates. Yo sostengo que, así como
Filolao introdujo el pitagorismo en el seno del platonismo, Alcmeón lo
introdujo dentro del hipocratismo.
-No sé qué decirte. Así como lo exponés no
me queda más remedio que creerte. ¿Cómo llegaste a esta conclusión?
-De casualidad. A mí me gusta leer, por
eso vengo todas las tardes aquí, que es un lugar tranquilo. Resulta que un buen
día percibí que algunos libros estaban marcados. El primero en que lo noté fue
justamente Juramento. Entonces empecé a seguir las pistas, hacer anotaciones en
los márgenes respecto a lo que iban insinuando esas marcas y me di cuenta de
que alguien había subrayado la solución en los libros de esta biblioteca.
-¿La solución a qué?
-Al misterio.
-¿Qué misterio?
-Vos abrí los ojos, observá lo que las
personas hacen y comparalo con lo que dicen. Las cosas nunca son lo que
parecen. El mundo está lleno de Platones y de Filolaos disputándose la fama y
la verdad, lo difícil es detectar a los intermediarios. Claro que en el caso
del Timeo se sabe que un tal Dión medió en la transacción.
-Visto de ese ángulo... ¿Vas al Festival?
***
Ese sábado se quedó un buen rato remoloneando en
la cama, pensando que el domingo haría un mes de su llegada a San Chárbel. Se
demoró disfrutando la ducha, se cambió y fue a desayunar al bar de la estación
de servicio casi a mediodía. Hojeaba la sección de deportes de La Voz buscando
noticias sobre Independiente, pero sólo se refería a la campaña de Belgrano.
Elogiaban al Ruso Zielinski y la experiencia aportada por los veteranos al
plantel. Los comentarios de la sección política eran tendenciosos. En una nota
de color se contaba que los turistas se fotografiaban frente a la capilla donde
Bergoglio inició su sacerdocio.
Llegó a la biblioteca con la intención de acomodar
el ático. Dentro estaba muy oscuro, alumbró con el celular y encendió una
bombita que colgaba del techo por el cable. No pudo abrir las ventanas porque
estaban tapadas con cajas y objetos que se amontonaban sobre una mesa de
trabajo desvencijada. La luz amarilla y tenue le dio existencia a un caos
cubierto de polvo, como si hubiera abierto un portal por donde entrar a un
universo de cosas olvidadas. Una extensa red de telarañas trazaba un complejo
dibujo entre patas de sillas dadas vuelta, una lámpara oxidada y un archivador
de metal con tres cajones. Detrás se apoyaba la parrilla de una cama, un tablón
y cosas por el estilo. Enrolló una pantalla que encontró extendida, la puso
junto al proyector de diapositivas e hizo a un lado los viejos pupitres de
madera, percatándose de que la habitación daba lugar para instalarse en ella.
Bajó, se lavó las manos y calentó agua para tomar
mates mirando el campo antes de ponerse a ordenar. Chupaba la bombilla
distraído en unos teros que hacían equilibrio graznando sobre los rieles de la
vía, cuando vio que el doctor Epstein doblaba la esquina. El aire le movía la
melenita, que le flotaba alrededor de la pelada. Iba despacio, con las manos en
los bolsillos del vaquero y la vista baja, puesta en la vereda rota y cagada
por los perros. Pisaba con aire meditativo, esquivando los peligros, con su libreta
apretada bajo el brazo. Su abdomen abombaba las rayas horizontales de una
chomba que usaba suelta y le quedaba corta. Recién cuando estuvo cerca levantó
los ojos, encontrándose con la mirada de Avendaño en el momento que, contra el
cielo límpido, se recortaba la silueta de una avioneta.
-El avión,
el avión –dijo Avendaño imitando a Tatú, el personaje de La Isla de la Fantasía.
-¡Fumigar
con este viento!
-¿Pensás
que perjudica la salud?
-El veneno depende de la dosis, dijo
Paracelso. Si mirás un mapa, como ese de la pared, vas a ver que nuestros
pueblos son pequeñas islas dispersas en un océano de soja, que requiere de una
inmensa cantidad de químicos para transformarse en dólares.
-Es
una hipocresía que el mundo esté debatiendo al respecto.
-Ese debate
es una farsa… el lucro es grande y
los intereses trascienden las fronteras. Ellos no necesitan la tierra, poseen a
los productores.
-¡Escandaloso!
-Se precisa
una buena revolución, una que ponga blanco sobre negro. Los tiempos que corren
no ayudan a pensar otras salidas, el vaso está vacío y pretenden que lo veamos
medio lleno.
-Absolutamente.
¿Venías a la biblioteca?
-Pasaba.
¿Un truco? –preguntó Epstein barajando un mazo de cartas que
sacó del bolsillo.
-Preferiría
una escoba.
Entraron y, mientras Avendaño renovó el mate,
Epstein mezcló las cartas con asombrosa habilidad. Mano tras mano el doctor
notó que el bibliotecario no sumaba bien los puntos, no procuraba juntar sietes
ni oros. Entonces, le pareció comprender que tal torpeza se debía a una falta
de pasión por el azar, por lo que intentó transmitirle la idiosincrasia del
juego. Pero la tarea se le dificultaba porque a cada rato tenía que recordarle
el valor de las figuras. Después de varios intentos concluyó que la misión era
imposible, así que continuó apabullando a su contrincante mientras charlaban.
-¿Vos
también sos revolucionario? –preguntó Avendaño, que era un antiguo montonero exiliado en Estocolmo
durante la dictadura.
Entre citas a Kropotkin y Bakunin, Epstein contó
que lo habían criado gauchos judíos de Moisés Ville, sobrevivientes de los
pogromos que habían migrado con anterioridad, pues toda su familia había sido
gaseada por los nazis. Congeniaron de inmediato porque, aunque disentían en las
tácticas, ambos se consideraban libertarios. Argumentaban con discursos
floridos sus visiones y defendían con fundamentos teóricos sus respectivas
posiciones políticas. Sin embargo, lograban acuerdos sobre la coyuntura y la consecuente
necesidad de una revolución.
Epstein repartía su tiempo programando
meticulosamente lo que llamaba su plan de
operaciones y atendiendo algunas horas en el dispensario comunal. En ambas
cuestiones lo auxiliaba su ayudante, Gabriel Choque, un joven boliviano de
pocas palabras al que había designado su enfermero, entregándole un ambo verde,
el camuflaje perfecto, decía.
Actividad que el muchacho alternaba con la de repositor en el supermercado
chino del pueblo. El doctor había comenzado a desarrollar su teoría sobre los
intermediarios cuando lo interrumpió el molesto ruido de una moto que se había
detenido frente a la puerta trasera, sin apagar el motor. Se escucharon unos
golpes, Avendaño abrió y en el umbral apareció la figura de un muchacho bajo y
ancho, con abundante cabellera sobre su cabeza incaica.
-¿Está
el Dr. Epstein?
-Hablando de
Roma –dijo Epstein, reconociendo la voz de Gabriel.
Le solicitó a Avendaño que tuviera la amabilidad
de esperarlo mientras atendía a su colaborador,
se levantó y salió a la calle, entornando la puerta, que se abrió con la
brisa. El tableteo de la moto no impidió al bibliotecario escuchar al joven
decir que Chen Lu pedía más, cosa que el doctor pareció aceptar con
resignación. Epstein regresó con la misma parsimonia con la que se había ido,
se sentó y recogiendo un doce con un cinco, contó que su ayudante era, además,
el baterista de Los Incas de Vilcabamba, quienes animarían el Festival. Por
último, acotó que merced a sus dotes le auguraba un futuro promisorio.
-Todos
insisten en que es apropiado que vaya al Festival –dijo Avendaño.
-Por nada
del mundo me perdería ese aquelarre.
-No
tenés una buena opinión de la Comuna, ¿me equivoco?
-No te
equivocás. Veremos qué pensás después de una temporada entre nosotros.
¿Conseguiste lugar donde vivir?
-Estaba
pensando en acomodarme aquí, en el ático.
-Bien
pensado, es un sitio estratégico.
Era indudable que Epstein jugaba con la suerte de
su lado, pues mientras exponía su teoría sobre la necesidad de una licencia
para el manejo del dinero –pues era más peligroso que las armas–, no cesaba de
hacer escobas, sumar oros y sietes. A eso de las seis y cuarto tuvieron que
encender las luces porque dentro de la sala prácticamente no se veía. Una hora
más tarde era ya de noche y había refrescado, el doctor se apresuró en ir a su
casa, que quedaba a un kilómetro hacia el sur, e invitó a Avendaño a conocerla
el día siguiente. El bibliotecario aceptó, pensando que sería un buen modo de
pasar el domingo.
***
Avendaño detuvo la marcha del coche, se bajó y tocó la campana. Al rato
apareció Epstein alzándose los pantalones y abrió el candado de la tranquera,
subió e indicó al bibliotecario que siguiera el sendero. Continuaron por una
calle estrecha y sinuosa que se metía entre frutales y llevaba hasta una casa
oculta en la espesura de un montecito. Los recibieron a los bostezos unos
perros perezosos que se acercaron con desgano y moviendo amistosamente la cola.
Estacionaron frente a la vivienda de paredes blancas y tejas rojas, pegada a un
galpón. En la cocina, Epstein puso la pava al fuego mientras colocaba un
cogollo de marihuana en la cachimba de una pipa de madera. Encendió, caló y
saboreó, soplando sobre la brasa antes de pasársela a su compañero, que la tomó
con total naturalidad.
-Cuánto hacía que no fumaba… tiempos
bohemios. ¿Ibas a las peñas? –preguntó Avendaño, reteniendo el humo.
-Cuando podía, en la época de la facultad –respondió Epstein,
poniendo música.
-¿Dónde estudiaste?
-Me pagué los estudios tocando el violín
en cabarutes y fiestas rosarinas, con una orquesta típica y un grupo de covers,
Los Yellow Snow.
-Ah, profesional. ¿Seguís tocando?
-Gabriel me propuso integrar Los Incas de
Vilcabamba, pero decliné la oferta, estoy enfocado en otras cosas.
-Yo empecé a fumar en Estocolmo, porque
aquí los militantes mirábamos mal a los adictos, los teníamos por vulnerables.
-A mí, paradójicamente, el deporte me
condujo al cannabis. En la facu teníamos un equipo de fútbol muy influenciado
por nuestro capitán, el rasta Mizrahi, un dotado. Venía de vivir en un kibutz,
dedicado a cultivar hortalizas y plantas. En los 60, antes de regresar al país
pasó una temporada en Jamaica, donde escuchó en vivo a Marley, que comenzaba a
sonar. En la previa de cada partido nos juntábamos en su casa, cerca de la
yerbatera Martin y fumábamos para lograr la concentración adecuada. En ese
torneo salimos campeones, después le ganamos el interfacultades a Ingeniería,
que eran duros.
-Mmm –atinó a murmurar Avendaño,
que se había distraído de la conversación llevado por la música y sus propios
recuerdos.
Epstein, intuyendo que su compañero desconfiaba, buscó una fotografía y se
la pasó. El bibliotecario la observó con detenimiento, intentando adivinar cuál
de aquellos jóvenes que posaban con camisetas rayadas había podido prefigurar a
esa persona que tenía enfrente. Le pegó una seca a la pipa, la dejó en el
cenicero y sorbió un mate tibio. Como no podía decidirse por ninguno prefirió
seguir callado, escuchando la música y le devolvió la foto.
-Soy éste –dijo Epstein,
señalando un muchacho rubio, con los brazos cruzados sobre el pecho. –Jugaba en la defensa, pero tenía mis
habilidades. En ese torneo incluso marqué un par de goles. Así como me ves,
cabeceaba y le pegaba al arco desde cualquier parte. Ese equipo fue la máxima
expresión de belleza, arte puro. Teníamos una comunicación telepática, hacíamos
del todo más que la suma de las partes. La movíamos cuando había que moverla y
metíamos leña cuando había que meterla ¿Te gusta el fútbol, no?
-Uff, si me gusta. La revolución y el fútbol fueron mis dos
pasiones. Un tiempo, antes de exiliarme, arbitré partidos de ligas locales y de
clubes para ganarme el pan. Aprovechaba esas ocasiones para panfletear. ¡Si te
contara las veces que tuve que ocultarme para huir!
-¿Por panfletear?
-No tanto, me querían linchar porque el
hincha es un ser irracional, un fanático inconforme y suspicaz. Me acusaban de
tongo, pero te juro que nunca me corrompí. Mi objetivo fue siempre impartir
justicia y educar en los valores de la revolución, por eso intentaba
equilibrar. Pero a ellos sólo les interesaba ganar e interpretaban mis palabras
como burlas a los jugadores que, en esas instancias, lo último que pretendían
era escuchar hablar de solidaridad o esfuerzos conjuntos con quienes
consideraban sus enemigos.
-Te felicito, hombres íntegros como vos es
lo que precisamos.
Hablaron largo rato sobre los álbumes de los Beatles y la rivalidad con los
Rolling Stones, de los hippies y de la marihuana, del mayo francés y de
política internacional. Compartieron elogios hacia Gramsci y disintieron
respecto a la función del Estado y la monopolización de la fuerza. Ambos eran
afectos a urdir teorías conspirativas, pero lo que en Avendaño era la secuela
traumática por el golpe de Estado y el exilio, en Epstein era constitutivo.
Opinaba que una gran organización oscurantista, a la que llamaba El Sistema, determinaba la distribución
de la pobreza y uncía a los poderosos, quiénes digitaban esbirros para ocupar
cargos decisivos y consolidar la injusticia social con la que se beneficiaban.
Para él la democracia era una fachada, pues se vota a candidatos impuestos por
el mismo Sistema, intermediarios que defendían los intereses y privilegios de
sus patrocinadores, haciendo de la elección popular una pantomima.
-La primera obra de El Sistema es destruir
la identidad del pueblo, transformar a los sujetos en unidades de consumo, a
las que le otorgaran el derecho a consumir los productos que se les ofrece.
Crea un mercado donde cada cual vela por sí mismo.
Avendaño coincidía en el resultado final de la ecuación, al que no arribaba
por la misma lógica. Para él, que tenía una visión materialista, se trataba de
la confluencia de sectores poderosos, para quienes habían sido creadas las
reglas del capitalismo. Finalmente, los dos acordaban que la lucha de clases
estaba actualmente desdibujada.
-Adoctrinados por el cristianismo, el
sistema educativo, laboral y reproductivo, manipulados por todos los medios a
su alcance, extienden su way of life, corrompiendo
a las poblaciones nativas –argumentaba Epstein.
-Como una serpiente ponzoñosa que empolla
sus huevos entre las ruinas –acordó Avendaño.
Entonces, Epstein le pidió que lo siguiera y lo condujo hasta el galpón,
donde, bajo unas LED, crecían cientos de plantas de marihuana subdivididas por
especies y formando largos pasillos que se cruzaban en cuadrículas. Rodeaban al
vivero una serie de boxes acondicionados para diversas funciones, indicadas con
letreros en las puertas. Junto a las herméticas Salas de Secado y de Curado,
estaba la Sala Culinaria, donde había
una cocina industrial y unos anaqueles repleto de bidones con aceite de
diferente graduación. Adentro de una heladera guardaba panes de manteca, baldes
de crema, botellas de leche, potes de dulce, quesos, yogures y un chajá al que
le faltaban un par de porciones, todo de color verdoso. En el Laboratorio, había una extensa mesada
con microscopios, un esterilizador, tubos de ensayo, pipetas, embudos, mecheros
y frascos con químicos. Al fondo estaba la Sala
de Pienso, donde fabricaba alimento balanceado para los animales que criaba
en los Corrales, a los que se accedía
por una puerta al final del galpón, traspasando el gallinero y una galería
bordeada de jaulas con conejos, codornices y cobayos. Allí, había una vaca con
su ternero, algunas ovejas esquiladas, unos cabritos con cencerro y, más lejos,
un Chiquero con varios cerdos
ruidosos.
-¡Sorprendente! –exclamó Avendaño tras la visita guiada.
-Como habrás comprobado, la revolución
está en marcha y te necesita.
***
Avendaño llevaba una semana durmiendo en el altillo de la biblioteca, a la
que no ingresaba otra persona que no fuera el doctor Epstein, quien ese día
había sacado los libros de Doña Petrona y de la señora Siemenczuk, porque
asociados con Gabriel y Meylin Mei, la supermercadista china que se había unido
a la gavilla revolucionaria, habían ganado el concurso pre Festival con un mix
de comidas libanesas y extranjeras, debiendo prepararlas para todo el pueblo
aquel año.
-Si te unís a la Liga podrías aportar un
puchero, que es bien americano y cosmopolita, como vos.
-Creo que podría, recuerdo los de mi
abuela, que era una criolla, cruza de mocovíes y africanos.
-Pero hay una condición: para la
elaboración tenés que usar nuestros productos. ¿Entendés?
-Entiendo y estoy de acuerdo con el
sabotaje.
-No será un simple sabotaje, será el
inicio irrefrenable de la revolución. Cada pieza del dominó está en su lugar y
caerán en cascada hasta el final. Será un día perfecto Avendaño, un día anónimo
que sin embargo marcará un antes y un después en la historia. Reproduciremos de
modo artificial el efecto mariposa. Está todo pensado, vos llegás para corolar
una nueva hazaña pitagórica, el retorno de Dioniso, que hermana a los pueblos
en la felicidad por medio de la liberación.
-La emancipación de los pueblos… contá
conmigo. ¿Cómo lo lograremos?
-Conocemos de sobra el libreto y los
actores, que quedarán atrapados como un cardumen a disposición de nuestras
redes. Hagan lo que hagan no podrán escapar, vamos a regalarles el Caballo de
Troya. Comerán, beberán y bailarán a nuestro ritmo. Será un banquete
inolvidable.
-¿A quienes incluye el plural?
-La idea es mía, pero el comando hasta
ahora era tripartito: Meylin Mei, Gabriel Choque y yo. Te estoy invitando a
sumarte, les hablé de vos y están de acuerdo, confían en mi intuición porque
saben que funciona, ellos mismos son la prueba.
-¿Cómo se involucraron en la revolución?
-Son partes fundamentales, irremplazables.
Toda revolución necesita financiamiento, ahí entran Mei y su esposo Chen Lu,
que estratégicamente se mantiene al margen, bajo su falsa identidad de
comerciante. Los supermercadistas chinos son en la actualidad lo que fueron los
viajeros y naturalistas ingleses del siglo XIX, como Darwin, espías. Lo mismo
hicimos nosotros después, con el Perito Moreno. Ellos en verdad son agentes
maoístas infiltrados, recolectan datos con más eficiencia que un satélite y
quieren ayudarnos disimuladamente. En cambio, Gabriel Choque es un miembro del
MAS camuflado. Trabaja de incógnito para extender la revolución originaria a
toda América Latina, la soñada Patria Grande. Observalo, su mente es brillante,
tiene capacidades superiores. Haciéndose pasar por inmigrante ilegal sorteó un
sin número de dificultades burocráticas y eludió férreas persecuciones,
llegando a radicarse en este punto recóndito del país, donde asentó su base. Un
genio.
-Jamás lo hubiera imaginado.
-Son auténticos revolucionarios a los que
les cederemos la fama, convirtiéndolos en héroes de sus causas mientras
nosotros permaneceremos anónimos, aunque victoriosos.
-Bellamente pitagórico.
-Es hora de llevar la teoría a la
práctica, ponerla a prueba.
-¿Te reservás un ministerio?
-Ni pensarlo Avendaño, esas aspiraciones
son la vía regia al fracaso. Mentalizate, la revolución requiere disciplina,
una convicción y voluntad inquebrantables. Seamos rigurosos, atengámonos al
método. Nosotros apenas somos los vectores de la libertad.
-Disculpame, quizá la vieja militancia me
dio otra visión de la práctica y me haya hecho perder algo de fe. No sé, como
que habiéndome quemado con leche...
-Se entiende, son cicatrices. Mirá la mía,
en el antebrazo. Al verla, me recuerda que mi deber de revolucionario es ser
justo y ser feliz a cada paso. Te invito a sanar, a recuperar esa energía para
volverla amor.
-¿Seguro que no sos un hippie?
-Soy un científico.
-Me alegra saberlo, no quisiera aliarme
con drogadictos.
-Esta noche tenemos una reunión para
ajustar detalles, vení así te presento y te sacás las dudas. Yo soy un hombre
de ciencia, ellos son valientes, líderes innatos. Los chinos tienen dinero y a
Gabriel las bases les responden. Las finanzas y las masas nos son
indispensables, pero no suficientes. Precisamos de hombres cultos, conocedores
del mundo, como vos y yo. ¿Qué es el arrojo sin la idea que lo guíe?
Cuando se hizo la noche, Avendaño tomó la bicicleta que había encontrado en
el altillo y se dirigió a la casa de Epstein. Era mejor andar con disimulo y el
Ford rojo resultaba demasiado evidente. Pedaleó durante varios minutos por las
sombras vacías del camino de tierra, pasó los sembradíos y las vacas que
habitaban el otro lado de los alambrados, acompañado por música de grillos y de
ranas. Al llegar a la casa atravesó los frutales hasta el montecito, donde
estaban estacionados la scooter de Gabriel y la bicicleta de Meylin Mei.
Un cartel pegado bajo el llamador, escrito a mano y firmado por Epstein,
decía estamos en el centro experimental.
Dirigió sus pasos al galpón seguido por los perros. Lo encontró abierto, pero
en absoluta oscuridad. Ayudado con la linterna del celular, pasando frente al Laboratorio y la Cocina, fue hasta la rendija de luz que asomaba bajo una puerta,
dio dos golpes suaves e ingresó a la Sala
de Reuniones. Sentados alrededor de una mesa estaban los tres conjurados,
que al verlo entrar se pusieron de pie para saludarlo. El doctor, mirando la
hora, elogió su puntualidad y les presentó a los otros dos integrantes.
La belleza de la joven Meylin Mei, bajo el cono de luz de la lámpara, le
resultó fascinante. Notoriamente era la más alta, la musculosa y el short
negros contrastaban con la blancura de sus miembros largos. Era desgarbada,
llevaba el cabello recogido y atrapado por una gorra también negra, que dejaba
descubierto su rostro delicado, de pómulos anchos y rosados, como una máscara
sensual. Al estrechar su mano, la suavidad de su piel le produjo una leve
excitación en el alma y, al escuchar su voz, alucinó que un trino de sirena lo
saludaba.
Gabriel Choque, en cambio, era casi tan bajo como Epstein, pero grueso y
compacto como un quebracho. Lo saludó sin sonreír, sosteniéndole la mirada y
haciéndole sentir la firmeza de su mano. Avendaño comprendió en el acto que el
muchacho, habiendo advertido el brillo del pecado en su mirada, celaba a su
princesa, a quien por su estado civil sólo admiraba. Llamativamente, el
repositor también vestía de negro, la remera tenía el estampado de Los Incas de Vilcabamba y las letras LIV sobre la visera de su gorra. Llevaba
los palillos de la batería en las manos y, cada tanto, cuando llegaban a lo que
consideraba una buena idea, la afirmaba con una ráfaga sonora sobre la mesa.
En el ambiente flotaba perfume de cannabis y sonaba música oriental, que
Avendaño presumió china. Meylin Mei, que fumaba en el narguile, tomaba un té
mientras interpretaba en el I Ching las respuestas a las preguntas de sus
compañeros. En el momento de su ingreso, esperaban ansiosos las mágicas
palabras. Epstein, fumando en su pipa de madera, y Choque, de cuya comisura
colgaba un grueso porro, retomaron sus posiciones invitándolo a sentarse,
mirando las monedas que estaban sobre la mesa.
-Estábamos consultando al oráculo, lo
hacemos cada reunión. Pero mejor dejarlo de momento, ya les dije que vos sos la
respuesta que aguardábamos. Alguien que encontró, leyó y descifró en un rato
los mensajes ocultos en los libros de la biblioteca, cosa que a mí, que no soy
lerdo, me llevó años… lo consultamos aquel día, no vayas a creer que no tomamos
nuestros recaudos. El libro nos dio a entender que confiáramos en vos. ¿No es
así querida Mei?
Meylin Mei se limitó a mover afirmativamente la cabeza y Gabriel Choque
siguió observándolo en silencio. Avendaño, que era sugestionable, quiso saber
sobre el I Chin, pero la muchacha le tomó ambas manos y, mientras las
escudriñaba, Epstein le contó que era una experta leyéndolas, tanto como
tirando la baraja española.
-Solo, no hijos… viulo. Colazón loto no
mucho tiempo, va namolalse. Glan inteligente. Salú sano, fuelte. Valiente,
aventulelo, quelían matal y escapó lejos, flío, otla lengua, como Meylin Mei
aquí.
Meylin Mei, que una tarde, esperando
en la caja registradora que le pagaran, había escuchado a la licenciada Medina
y a Camila chismear en detalle sobre la vida de Avendaño, mezcló las cartas, le
pidió que cortara con la izquierda y diera vuela el toco para ver el naipe, que
resultó ser el uno de espadas.
-Tliunfo. Usté afoltunado, justo pero
blavo, mejol no enojal a usté, no, no.
-Habló Fortuna.
-Muy bien dicho Gabriel.
-Ni que me conociera.
-Inti se expresa por su voz de jade.
-Nunca mejor dicho, Inti alumbra la
revolución.
-Es lo que yo llamo una dama sofisticada.
-Somos una raza.
-Literalmente, los pueblos amerindios
comparten genes con los chinos, que llegaron caminando por el estrecho de
Bering. En cambio, por el Pacífico Sur vinieron remando los polinesios.
Hicieron escala en la Isla de Pascua.
-Lo afirman los últimos estudios, yo
también lo leí… no recuerdo dónde.
-Quizá en Dussel, Avendaño, no me extrañaría.
¿Vos lo leíste Gabriel?
-Yo no leo, no me quiero dejar influenciar
por los operadores de la prensa blanca, no van a revertir mis ideas. Soy
subversivo, aunque en mi fuero íntimo, quisiera ser periodista deportivo.
Pregúnteme de fútbol, conozco casi todo.
-¿Y vos?
-Meylin Mei leyó mano y calta. Es todo.
Tras la presentación formal, y a modo de bienvenida, a Avendaño le
obsequiaron una boquilla de caña en la que fumó junto a los demás, de modo que
la reunión transcurrió distendida. El orden del día era planear el menú del
Festival, cosa que hacían mientras profetizaban los beneficios que traería la
revolución. Aquel año, la comisión organizadora había decidido innovar, sumando
platos de la gastronomía mundial a la tradicional cocina libanesa. Al
transformar la fiesta local en universal pasaron a denominarla Festival
Internacional de San Chárbel, con lo que se obtuvo un jugoso subsidio de la
provincia.
-Gabriel, quedamos que vos, además de la
humita, los tamales y el charque, te encargás del acarajé, de los burritos, la
arepa y la comida latinoamericana. Meylin Mei, vos hacés los fideos verdes, los
rollitos primavera y los platos orientales, también la paella y los Moros y
Cristianos. Vos Avendaño, te dedicás a dirigir el puchero y la parrilla. Yo me
ocupo del kipe, de la fatayer… el medio oriente hasta Grecia es mío, tenemos el
yogur, los quesos, la pita. Hay que poner especial cuidado en la gastronomía local,
la gente del pueblo es muy sensible y exigente con el humus. Sin dudas el
shawarma de cordero será lo que tendrá mayor salida. La gordura de la carne,
los lácteos, el aceite y todos los productos con que elaboraremos los manjares,
poseen altos niveles de THC.
-Pasada la medianoche, cuando haya contado
sus chistes Pancho Bonafortuna, sacaremos a Impulso de escena y subiremos en su
lugar Los Incas de Vilcabamba. Los teloneros pasaremos al frente, el pueblo se
habrá liberado de sus atavismos y estará en óptimas condiciones para recibir
nuestro mensaje.
-Se entregarán al frenesí dionisíaco y
habremos introducido una cuña para rasgar el tejido social, sin que nadie pueda
volver a suturarlo.
-Bocaditos, apelitivos veldes, licoles y
celveza altesanal… malta, lúpulo y cogollo. Colocón bueno. Todo planeado,
Epstein mucho genio.
Epstein se levantó y descorrió un mantel que ocultaba una mesa con una
maqueta del pueblo. En el Club Belgrano, donde se celebraba cada año la fiesta,
estaba dispuesto el escenario, las mesas, las bocas de expendios de comidas y
bebidas, los baños, las entradas y salidas al predio. Muñequitos verdes
representaban las posiciones revolucionarias, ubicadas en los puestos claves.
Gabriel Choque y sus Incas de Vilcabamba dominarían el panorama general y las
bambalinas desde el escenario, mientras sus grupis estarían infiltradas entre
la muchedumbre. Meylin Mei y su esposo Chen Lun ocuparían las cajas,
resguardando las finanzas y subvirtiendo a la masa desde las unidades duras,
con el carnicero y la fiambrera apostados en los baños, y el del depósito en el
estacionamiento. El doctor, con sus originarios, permanecería al mando de la
logística desde la cocina y sus cercanías. Avendaño asumió, además de la
supervisión del puchero y la parrilla, el espionaje fino, pues como había sido
designado por la directora para escribir el discurso que pronunciaría el
presidente comunal, estaría ubicado entre las autoridades.
Luego de repasar el plan, Mei y Choque se retiraron, quedando Avendaño, que
quería consultar con Epstein algunos puntos del panegírico revolucionario que
estaba escribiendo. Su intención, como buen pitagórico, era introducir mensajes
emancipatorios sabiendo que debía sortear la censura de la licenciada Medina y
del propio presidente Assef, que debía pronunciarlo. Era la oportunidad de
poner en sus labios el ideal de un mundo mejor, estimulando al público para que
se entregue al futuro con pasión.
-¿Cuánto llevará construir un mundo mejor?
-Mientras no existan dispensarios de
justicia, imposible.
-¿Como los médicos?
- Iremos al hueso del maldito Sistema.
Tengo una propuesta que hacerte Avendaño, fundemos el KES. Imagino que estás a
favor de la eutanasia. El mal se nutre de sufrimiento humano. Vos viste, si
querés vivir te matan y si querés morir prolongan tu dolor. Es perverso.
-¿Qué es el KES?
-Otra liga solidaria, una segunda célula
revolucionaria, paralela, que programa acciones únicas y definitivas. Se me
ocurrió pensando cómo destruir esa lógica feroz. Ante el dolor irreversible
siempre pensé en el suicidio como salida, pero me disgusta que sea un acto
egoísta y se me ocurrió convertirlo en solidario, darle un sentido más amplio,
autárquico. Solo hay que escoger un objetivo estratégico del enemigo y
aniquilarlo junto a uno mismo, para gloria de la revolución. Mirá, este es mi
cartucho.
-¿TNT?
-Hagamos de la dinamita el tantó de los
revolucionarios KES: Kamikazes Eutanásicos Solidarios.
-Kamikazes Eutanásicos Solidarios, suena
bien, creo que me convenciste.
-Si te unís te consigo uno, se lo compré a
Chen Lun, que lo adquirió en un búnker de Rosario, donde le ofrecieron un drone
y un bazuka del ejército, inútiles para nuestra causa.
***
Avendaño dejó todo listo en la cocina del club,
fue al hotel a bañarse y volvió a las nueve menos diez. Se había acicalado para
la ocasión e iba vestido de elegante sport, como le habían aconsejado. Al
llegar observó que se había formado una larga cola de coches en el ingreso del
estacionamiento. El acomodador del súper daba tiques y ubicaba a los vehículos.
Desde la calle, le llamó la atención el exquisito aroma a especias. Los vecinos
llegaban en familia y se reunían en la puerta, formando grupos que obstruían el
paso. Los niños corrían jugando a las escondidas, se trepaban a los canteros y
se metían entre las plantas esperando que los mayores se decidieran a ingresar
al predio, donde las mesas estaban dispuestas tangencialmente respecto al
escenario, para que nadie se perdiera el espectáculo.
En el medio de la cancha de fútbol, transformada
en pista de baile, con luces y banderines de colores, encontró a la licenciada
Medina con su marido, un productor agropecuario llamado Rafael Abdala, que
presidía la cooperativa donde acopiaban el cereal, brindando además servicios
fúnebres y de telefonía. Charlaban sobre lo agradable que estaba la noche
cuando llegó Camila de la mano de su esposo, el comisario Ausset, tan
voluminoso como ella. Camino a tomar ubicación se toparon con Nassum y Sofía
Sahuan, que se dirigían al lugar que tenían reservado, con familiares y amigos.
Avendaño buscó al doctor Epstein con la mirada,
distinguiendo a lo lejos al presidente Assef que acompañaba al ministro Azrael
Saad, hijo dilecto de San Chárbel, enviado por el señor Gobernador para que
representara al ejecutivo provincial en esa ocasión tan importante. Los rodeaba
un séquito sonriente que festejaba con estrépito los dichos del joven político
y se sacaban fotos abrazados a él, que se movía como en el patio de su casa,
posando con una sonrisa que manejaba a su antojo. Al presidente se lo veía
exultante y al ministro sobreactuado. El bibliotecario los seguía absorto, por
eso se sobresaltó cuando Epstein le palmeó el hombro.
-Qué
tumulto más bonito tenemos, ¿no te parece Avendaño? Veo con satisfacción que ya
estás en tu puesto. Después de los discursos arrimate a la
cocina.
-¿No
será riesgoso que nos vean juntos?
-Están
tan encandilados por sí mismos que no se van a percatar de tu ausencia.
El doctor llevaba una gorra de carpincho que
combinaba con el saco y los zapatos de gamuza. Se había afeitado y perfumado
generosamente. Un pañuelo de seda, que se adentraba en su camisa hawaiana, le
abrigaba el pecho. Se despidió y se marchó a su puesto. De espalda se le veía
el fondillo del vaquero, el mismo que usaba a diario, asomando por debajo del
saco. La licenciada Medina, apartándose del grupo, tomó a Avendaño del brazo y
lo llevó diciendo que iba a vincularlo con alguna gente importante. Antes de alcanzar
a la comitiva le presentó al juez Haddad, que estaba con su esposa y sus hijos,
compartiendo mesa con el padre Mansour y las damas de caridad de la parroquia.
Al lado, se habían ubicado los Bomberos Voluntarios, que vestían sus uniformes
para recibir el cheque de manos del ministro, en cuya lista había otros
beneficiarios, entre ellos el Club, que necesitaba una cancha de pádel; la
escuela, que necesitaba pintura; y la Iglesia, que no necesitaba más que
barnizar los bancos y revocar el campanario.
Cuando estuvieron acomodados en sus lugares, el
locutor anunció que, tras la ejecución del himno por la Banda Comunal, el
Presidente y el señor Ministro dirigirían unas palabras. Hacía largo rato que
la concurrencia, como los oradores mismos, había comenzado a beber la cerveza
artesanal y a probar los pinchos y las tapas, que paso a paso se les ofrecía.
El barullo, que sofocaba las palabras del presentador, fue silenciado por las
primeras notas del Himno. Al finalizar, junto a los aplausos se escucharon algunas
risitas. De inmediato, el presidente Assef se dirigió al micrófono y, tras los
saludos formales, empezó a leer con jovialidad el discurso que Avendaño le
había entregado a último momento:
-Estimados
vecinos, hermanos, camaradas, compañeros y, por qué no, correligionarios: en
esta noche gloriosa damos apertura al Primer Festival Internacional de San
Chárbel. Estamos felices de reunirnos hoy, como cada año. Pero éste es
especial, porque le abrimos las puertas al mundo, proclamando en voz alta aquí
está San Chárbel, somos internacionales. ¿Saben lo qué significa la
Internacional? Puedo asegurarles que en este lugar y en este preciso momento se
pone en marcha un nuevo día, a partir del cual escribiremos otra historia, una
que augure un mundo mejor. A partir de hoy ofreceremos nuestros corazones para
fundirnos en un abrazo universal, inclusivo y libertario, del que nadie quede
fuera. Pronto se hablará de nosotros, porque daremos el ejemplo de que es
posible construir esa utopía que la humanidad tanto soñó. Esta celebración
marcará el inicio de un carnaval infinito, donde la alegría y la solidaridad
tomarán el relevo de la tristeza y la plusvalía global.
Como Assef no comprendía las frases que
pronunciaba con tanto énfasis y se le secaba la boca, hizo una pausa para beber
cerveza y leer las líneas siguientes, que vio repletas de palabras que le eran
extrañas, por lo que prefirió doblar las cinco hojas restantes e improvisar,
pues se sentía inspirado. Entonces alabó su propia gestión, destacando las
ventajas de actuar de manera mancomunada y sin mezquindades. Pidió un brindis a
la concurrencia por ello y mencionó la relevancia social de las instituciones
que estaban prontas a recibir el cheque. Con cada mención se brindaba y
celebraba con vítores y aplausos. Especialmente ruidosos estuvieron los
bomberos que, contentos como estaban, hacían sonar la sirena.
En el momento en que el clima estuvo en su punto,
Assef, como tirándole un centro a la cabeza, le cedió el protagonismo al
ministro Saad, que subió al escenario en medio de aplausos y abrazó al
presidente. Tras acomodar su flequillo, extendió los brazos a su público y tomó
el micrófono bailando al ritmo de las palmas. El joven ministro era alto y
delgado como un junco, de rostro sonriente y aniñado. Estiró su cuello y,
desabrochando el botón de la camisa a cuadros, sobre la que llevaba un polar
sin mangas, abrió sus piernas larguísimas, pidió silencio con la mano y comenzó
a decir con soltura:
-¡Querido
San Chárbel, aquí estoy como cada año, como siempre, para decirles que nunca me
fui ni me iré. ¡Soy testigo de la pujanza de esta comunidad, estoy orgulloso de
ser parte de este pueblo! ¡Nos conocemos bien! ¡Nada me resulta más grato que
participar de este Festival Internacional, propulsando el desarrollo y el
progreso! ¡La fuerza productiva de nuestro campo! ¡Viva San Chárbel! Cuando
llegue a ser gobernador, les prometo que construiremos las autopistas a
Rosario, Córdoba, Buenos Aires… a su lado viajará, suspendido en túneles
neumáticos, el tren que levita a mil kilómetros por hora. Los viajeros felices
se saludaran por las ventanillas. Desde el vagón comedor las familias mirarán
con asombro el fugaz contraste entre los carriles de cemento y el campo
cultivado. Desde el campo, el agricultor verá pasar los helicópteros y los
aviones que su esfuerzo propulsa porque les juro, que si llego al gobierno de
esta provincia, en el hospital haremos un helipuerto, que estará en conexión
subterránea con el aeropuerto, cuya pista se extenderá donde hoy vemos solo un
yuyal. Si me eligen, daremos a San Chárbel salida al mar, traeremos consulados,
una aduana, casinos, tendremos nuestra propia bolsa de comercio… Hoy, este
pueblo se pone de pie para señalar al país y al mundo el rumbo definitivo hacia
el desarrollo que ha de seguir la humanidad! ¡Allí donde haya un necesitado, en
cualquier parte del planeta, allí estaremos los charbelenses, tendiéndole la
mano! ¡Viva la Argentina! ¡Vivan la agricultura, ganadería y pesca! ¡Viva la
gastronomía internacional! ¡Viva el mundo entero! ¡Disfrutemos de este
Festival!
Después, entregó los cheques en una ceremonia en
la que el locutor, entre chistes y risas, anunciaba la institución favorecida y
la suma que recibía. Los representantes subieron, besaron al ministro y posaron
mostrando los cheques para las cámaras, que captaban esos instantes. Terminada
la entrega, se dio inicio a la fiesta y los comensales empezaron a ir sin
restricciones por los platos principales.
Avendaño estaba en una punta de la mesa, entre
Camila, el comisario Ausset y la directora que, cuando el ministro Saad pasó
con la comitiva, lo presentó formalmente. El ministro y el presidente, a
quienes se les habían achinado y enrojecido los ojos, lo saludaron y
felicitaron por la redacción del discurso. Ninguno paraba de reír, comer
bocados y beber la cerveza artesanal. El joven funcionario, más verborrágico
que de costumbre, hacía bromas y comentarios que todo su alegre entorno
celebraba. El bibliotecario iba a despedirse cuando sintió en un flanco el
hombro del jefe Elías que lo desplazaba bruscamente, dejándolo a un lado, con
la mano extendida, viendo desaparecer a la risueña comitiva entre el gentío.
El pueblo bebía y comía con entusiasmo los
manjares que los revolucionarios les habían preparado, ignorando la fórmula de
aquel sabor que los extasiaba. Eran tantos y estaban tan dicharacheros que
costaba moverse entre la concurrencia, pero Avendaño logró desprenderse de
quienes lo abordaban, llegando a la cocina, donde las personas formaban filas
buscando matapa, chapati con doro wet o pelmeni, que las tropas originarias de
Epstein servían. Desde ese lugar pudo ver al doctor dando órdenes y coordinando
la entrega de los platos. Cuando aquel lo divisó, el bibliotecario le señaló el
lugar donde habían acordado encontrarse, procurando esquivar al conserje del
hotel y al mozo del bar, que salían abrazados del baño, brindando y preguntando
si habían probado tal o cual comida.
Se sentaron en una mesa solitaria, delante de una
enorme wiphala que cubría dos paños del alambrado de la cancha, cuando se les
acercó Gabriel Choque, que venía del buffet con dos balones de cerveza helada,
se las dejó y se despidió porque tenía que prepararse para la función. Epstein
y Avendaño brindaron por el azar que los había unido. En el momento que
chocaban sus copas, sobre el escenario apareció el locutor haciendo morisquetas
para anunciar la esperada presencia de Pancho Bonafortura. La concurrencia, con
la boca llena de knishes, mezes, empanadas y anticuchos, estalló en aplausos y
chiflidos de algarabía. Tras lo cual, el conductor comunicó con pesar que el
grupo Impulso no se presentaría por una indisposición de último momento. Cuando
iba a leer que en su lugar subirían Los
Incas de Vilcabamba, mirándoles la indumentaria los renombró Los Santos del Ritmo. Choque y su grupo
ingresaron desconcertados, con caretas de revolucionarios y remeras con la
estampa de San Chárbel.
El cantante y guitarrista, que se había peinado
una cresta con gel, llevaba la máscara del Che; el tecladista, un gordito
pálido que tocaba quieto detrás de la partitura, la de Mao; el trompetista, que
permanecía a un lado, la de Lenin; el bajista, la de Arafat; y Gabriel, que
hacía los ritmos y los coros, la de Zapata. Sin mediar palabra empezaron a
tocar El Extraño de Pelo Largo para
que el capo cómico entrara cantando y bailando en medio de una ovación. Ni bien
terminaron la canción, Pancho Bonafortuna inició su monólogo plagado de gags,
que interrumpía cada tanto para interactuar con el público. Cada cuarto de hora
se tomaba unos minutos para beber y comer unos bocaditos, tiempo en que Los Santos interpretaban temas de
protesta en ritmo de cuarteto.
Bonafortuna primero se rio de la tacañería de los
gringos y de la displicencia de los negros. Luego, sonó Para el Pueblo lo que es del Pueblo, tras lo cual Pancho, adoptando
modos afeminados, se burló de los gays y lanzó una seguidilla de chistes
sexistas. Inmediatamente atronó La hierba
de los Caminos. Después, el cómico continuó con todo tipo de
discriminaciones, ganándose la simpatía y complicidad general. En la pausa el
quinteto ejecutó La Balada de Sacco y
Vanzetti. A medida que pasaba el tiempo las risas iban creciendo,
haciéndose estridentes sin necesidad de escuchar los remates, especialmente con
los de borrachos y de doble sentido.
-¿Viste
cómo somos, Avendaño? Nos hace gracia humillar y menospreciar a las minorías,
al diferente. Nuestra sociedad actual se funda en la igualdad, no en la
equidad. En la individualidad, en vez de la singularidad. Nos han transformado
en unidades de codicia. Vivimos en una prisión de la que somos nuestros propios
carceleros. El ser humano es una especie morbosa. Ahí los tenés, riendo de los
negros, los gringos, los viejos, los putos, los cornudos, las mujeres. Eso
cambiará radicalmente con la revolución, desde el primer día estableceremos
vínculos fundados en la diferencia, será una amistad universal. Disolveremos
las sociedades que agrupan colectivos de lo mismo, todo será abierto, nada de
membrecías, afiliaciones, adhesiones, asociaciones… serán ilegales.
-¿Qué
pasará con quienes se aferren al viejo sistema? ¿No es así la alienación? No
olvides que para rebelarse primero hay que ser esclavo y que para eso
necesitamos establecer un contrato con los otros.
-¡El
actual contrato está perimido! Es una fábrica de muertos vivos, miralos.
-Pero
es su voluntad, son la mayoría y estamos en democracia.
-¿Vos
crees que esos entes tienen voluntad propia? De todas maneras no te preocupes
Avendaño, al que le guste la vieja forma de vida se la proporcionaremos. Tengo
pensado conservar un territorio donde puedan vivir haciéndose daño a sus
anchas. Una especie de reserva amurallada y vigilada, por supuesto, ya sabés lo
agresivos que son. Irán voluntariamente a disfrutar de su locura a condición de
ser esterilizados. En no mucho tiempo el territorio quedará deshabitado y podrá
ser reocupado para algo provechoso. Pero vayamos a ver si está a punto el
puchero.
En la puerta de la cocina se encontraron con
Meylin Mei y Gabriel Choque, que llevaba la máscara sobre la cabeza. Se los
veía preocupados. Detrás de ellos, Chen Lu, con los brazos cruzados, daba
órdenes enérgicas a los originarios que iban y venían preparando los platos.
-Tienen
que huir.
-¿Qué?
-Lo
quescuchalon, huil ya.
-¿De
qué hablan?
-Los
están buscando. Recién nos preguntó por ustedes el comisario Ausset, comentó
algo de la descompostura del grupo Impulso, parece que se dieron cuenta de que
fue provocada por una sustancia que ingirieron. Creo que se le fue la mano
doctor, ¿se acuerda que le dije que me parecía mucha la dosis? Después vino el
presidente Assef y nos confirmó que los estaban buscando. Cuando le preguntamos
para qué, no nos quiso contar. Atrás de él apareció el secretario del ministro,
y adivine qué, también preguntaba por ustedes. Pero no fue todo, vinieron la
directora, la secretaria, el martillero, el jefe de los bomberos… y no sé
cuántos más. Andan hablando del sabor de la comida.
-Se
activa Plan E.
-¿Plan
E?
-Evacuación.
Mei, Choque, ya saben lo que tienen que hacer. Nos encontramos en la puerta de
la embajada.
-¿De
qué hablás Jacobo?
-Nos
vamos a Cuba vía Bolivia.
***
Avendaño y Epstein se ocultaron y cuando los vecinos, hartos de comer y
beber productos cannábicos, bailaban y se zambullían dentro de la pileta en
ropa interior, se escabulleron del Festival entre las sombras de la cancha de
golf y subieron al coche, que el doctor había dejado previsoramente en una
calle aledaña. En el baúl tenía preparada su mochila y la heladerita con
cervezas para la fuga. Pasaron por la biblioteca a buscar lo imprescindible y
salieron para Buenos Aires, pretendiendo llegar a primera hora a la embajada
boliviana.
Salieron a la ruta, atravesaron Cruz Alta y empalmaron hacia Tortugas en
busca de la autopista, iban tomando cervezas y fumando un porro tras otro para
calmar la ansiedad. Escuchaban Sumo a todo volumen para darse coraje y el aire
bullía a borbotones por las ventanillas. Antes de llegar al peaje de Carcarañá
Epstein se dio cuenta de que había olvidado los pasaportes falsos que les había
conseguido Chen Lu.
-Tenemos que volver, Avendaño.
-¿Qué? ¿Estás loco? Nos van a atrapar, a
torturar en la comisaría para que confesemos todo tipo de crímenes. Nos van a
convertir en el cártel de San Chárbel, van a querer ejemplificar con nosotros,
lavar sus cuitas.
-Tenemos que volver, olvidé los pasaportes
falsos, si nos detienen estamos fritos y si llegamos no podremos salir. Del
otro lado del peaje está repleto de canas, necesitamos la nueva identidad.
Seguro que ya no nos buscan en el pueblo, apenas será una hora de retraso, no
tenemos alternativa.
Epstein descendió la velocidad y dobló en una de las tantas huellas que
atraviesan el zanjón central de la autopista.
-Suerte que me di cuenta a tiempo,
Avendaño. En estos momentos se ve el temple del revolucionario y puedo
atestiguar que el tuyo es magnífico. Si nuestros nombres pasaran a la historia,
cosa que espero no suceda, este capítulo sería trascendental.
-Estoy jugado. Hagamos lo correcto hasta
el fin.
Avendaño armó un porro grueso, lo encendió y se lo pasó a su compañero, que
volvía sobre el camino, conduciendo con prudencia.
-Vamos a entrar por donde salimos, ponete
los lentes oscuros y cara de inocente.
Efectivamente, como había asegurado Epstein, del mismo modo en que nadie
los había visto escapar, nadie los vio regresar. El pueblo entero dormía,
excepto los niños, que jugaban libres de la vigilancia de sus padres porque
durante el Festival los revolucionarios les habían servido el menú infantil.
Anduvieron por las calles vacías de adultos y salieron al campo, el sol doraba
los sembradíos y el lomo oscuro de los novillos. Detuvieron el coche frente a
la tranquera, que abrió con sigilo el bibliotecario. Zigzaguearon entre los
frutales, llegaron al montecito y estacionaron delante del galpón, junto a la
casa.
Epstein, parado ante la puerta, hurgaba en el manojo de llaves en pos de
aquella que abriera el candado, cuando Avendaño empujó la hoja de chapa, que
cedió al leve impulso de su mano. Recién entonces notaron las huellas en el
parque, las ramas de los frutales caídas y el rastro de hojas de cáñamo.
Ingresaron con cautela, intentando llegar a la caja fuerte del laboratorio. El
doctor se palpó en el pecho, bajo el pañuelo de seda y entre las palmeras de la
camisa, el cartucho de dinamita. Avanzaron en silencio, haciéndose señas.
El espacio donde estaban las plantas se encontraba vacío. Faltaban las
columnas con las LED, las macetas y los almácigos. No quedaban frascos en los
anaqueles, ni manteca, ni leche, ni pienso. Había desaparecido la cocina
industrial y las heladeras. Los cabritos y las ovejas balaban por el paisaje
yermo sin dar con una brizna de hierba. Las gallinas picoteaban y cagaban sobre
las ruinas. Estaba todo revuelto, los papeles con curvas estadísticas y
cálculos estaban diseminados por el suelo. En el laboratorio solo quedaba un
microscopio en medio de tubos y pipetas rotas. Sobre el escritorio se esparcían
tinciones y líquidos viscosos. Las sillas estaban volcadas y la caja fuerte
abierta. Sin embargo, allí quedaba lo único valioso que el cofre alojaba, sus
pasaportes falsos. Los amigos respiraron aliviados.
-Menos mal Avendaño, Fortuna nos sonríe.
-Larguémonos rápido Jacobo, es evidente
que allanaron.
Estaban saliendo cuando vieron entrar a Gabriel Choque con Meylin Mei y
Chen Lu empujando una carretilla del súper con cajas de embalaje. Iban hablando
entre ellos sin percatarse de la presencia del doctor y el bibliotecario, que
miraban atónitos la escena.
-Levisemos.
-Busca cogollo, floles. Otlo nada.
-Creo que ya llevamos todo.
Cuando el trío alzó la vista se encontró con el dúo boquiabierto.
-¿Qué están haciendo? Avendaño, deciles
que es peligroso venir aquí. ¡Miren cómo dejó la policía!
-Estas no eran las instrucciones, Jacobo.
Ellos deberían estar llegando a Buenos Aires.
-Usteles también.
-Policía cholo.
-¡Por Inti, miren lo que dice Google!
Aprobaron el uso medicinal y pronto aprobarán el recreativo.
-¿Qué
significa eso, Jacobo?
-Que nos robaron la revolución, Avendaño.
Epstein no había terminado de pronunciar el apellido de su amigo cuando
irrumpieron por la portezuela el presidente comunal, escoltado por el comisario
y el jefe de los bomberos, seguidos por la directora y su secretaria, el juez,
el martillero y su esposa, el presidente de la Sociedad Libanesa y del club, el
cura y el conserje del hotel con su trompeta. Encararon directo a ellos con
paso firme y se detuvieron a un metro de distancia, formando un semicírculo.
Antes de que Assef empezara a hablar, el doctor le murmuró a Avendaño:
-Se activa la célula KES.
A lo que el bibliotecario, mirándolo a los ojos, afirmó con la cabeza y
apretó los dientes. Entonces Epstein, al grito de Banzai, abrió su camisa haciendo saltar los botones y dejando ver
sobre su pecho el cartucho de dinamita que el pañuelo tapaba. Lo activó y ante
la risa de todos, en vez de explotar comenzó a chillar su alarma.
-¿Qué
pasó, Jacobo?
-Seguimos vivos, Avendaño.
-¡Qué ingenioso, Epstein! Compré un
despertador igual en el súper de sus socios. Los chinos fabrican cada cosa...
tiene suerte, el mío duró poco –comentó Assef.
Epstein miró indignado a Chen Lu que, inmutable, le clavó los ojos a su
esposa, que en seguida tradujo:
- Chen Lu dice leclamal mañana a
fablicante.
Sin entender ni interesarse, el presidente comunal, queriendo concluir con
su cometido para irse a dormir, carraspeó y dijo solemnemente:
-Esta comitiva, que representa las fuerzas
vivas de la comuna, fue conformada a fin de galardonarlos con este diploma que
la licenciada Medina entregará en instantes, distinguiendo la organización del
Primer Festival Internacional de San Chárbel. Un éxito rotundo, según nuestra
opinión y la del ministro, quien me pidió que les transmitiera el ofrecimiento
de repetir la experiencia el año próximo. Por favor trompeta, el himno.
Directora, proceda.
Epstein y Avendaño se miraron profundamente un instante y comenzaron a
pestañar en clave morse, como habían entrenado para comunicarse en caso de que
los atraparan.
-Disimulá Avendaño, los tenemos en la
manga. Se activa plan SP… simulación pitagórica.
-Activado. Esta vez no fallaremos, Jacobo.
(**) Jorge Pablo Yakoncick: Nació en Rosario en 1965. Inició la actividad literaria en su adolescencia como parte del grupo El Poeta Manco y luego en otras revistas (Al Sur del Cielo, La Luna de Tlön). Formó parte de la Editorial El Heresiarca & Cía., No Muerden y Libelo Bagual. Publicó: El Bodrio (poesía, libro compartido con J. Dipré, Ed. H&C); Del Señor S Solo Sueños (novela en coautoría con J. Dipré, Ed. No Muerden); Mala Praxis (poesía, en libro coral Desfile de Monstruos, junto a Antares, Álvarez, Dipré y Schmidt, Ed. El Heresiarca & Cía.); Panfletos Cimarrones (antología poética, Ed. Libelo Bagual); Historias Inauditas (Relatos, Ed. Ciudad Gótica). Creó el blog Los Desvelos del Doxógrafo. Además, es médico y psiquiatra por Universidad Nacional de Rosario, especialista en Psiquiatría Legal y Diplomado en Estudios Avanzados por la Universidad Complutense de Madrid.
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