22 oct 2024

REVOLUCIÓN, de "Historias Inauditas", Jorge Pablo Yakoncick

No sé si este relato, que forma parte del magnífico libro de Jorge, Historias Inauditas, es el mejor logrado de los nueve que lo conforman, pero lo selecciono porque encuentro en él —quizá el autor aún no lo sepa, o sí— un emergente que inscribe aspectos iniciales de una búsqueda común para crear, expresar o leer literatura, sea del género que sea; y, si es transgénero, mejor. Es un efecto disgregador que actúa centrífugamente, pero también con una fuerza contraria, instalando en el centro aquello que estuvo relegado, negado u oculto en los márgenes. Este efecto, buscado de diversas maneras y formas, está presente en todo el libro desde el inicio. Parece que fuera... Y cuando uno se pregunta: "¿Pero, parece qué?", ​​la respuesta se desvanece, obligando a buscarla en el próximo texto, y en el siguiente... ¿Y luego? Bueno, luego quizás haya que esperar pacientemente su próximo libro.


REVOLUCIÓN 


Las revoluciones no son jamás un resultado de la desesperación, como con frecuencia piensan los revolucionarios jóvenes que suelen creer que del exceso del mal puede salir el bien. 
Piotr Kropotkin

Avendaño se bajó de la autopista a la altura de Bell Ville y continuó esquivando baches por la Ruta 9 en dirección a Rosario. En el campo la soja comenzaba a amarillear y el maíz estaba alto. Sobre la margen izquierda una cortina de árboles daba una confortable sombra, aliviando el calor del sol que, desde el mediodía, abrasaba la chapa roja del Ford Fiesta. De pronto, un olor nauseabundo lo obligó a cerrar la ventilación del coche y en seguida apareció, bajo la arboleda, un feedlot lleno de vacas que se amontonaban en el barro. Unas enormes máquinas y un número importante de camiones circulaban por la ruta con exasperante lentitud, las cuatro por cuatro los rebasaban con facilidad, pero él lo hacía con cautela.

Al atravesar Leones quitó la música para atender a los carteles. A metros de salir de la ciudad estacionó en la banquina para consultar el mapa, lo desplegó sobre el volante y, deslizando el dedo índice sobre el papel, siguió el trayecto de la línea roja que marcaba el camino. Se dio cuenta de que se había pasado. Abrió su agenda en la sección de notas y leyó:

En Bell Ville doblar a la derecha x R-3, seguir hasta el cruce c/R-6, doblar a la izquierda. Justiniano Posse, Inriville, Camilo Aldao, Los Surgentes. Agarrar desvío a la derecha antes de Cruz Alta (va a Corral de Bustos).

Volvió a mirar en el mapa el lugar al que se dirigía: sobre un hilito innominado que unía la Ruta 6 con la 11 había marcado un punto y escrito el nombre San Chárbel a su lado. Reubicado, siguió hasta Marcos Juárez. Pasando el parque industrial desvió por la circunvalación hasta la Ruta 12.

Después de andar varios kilómetros cruzó el río Carcarañá, llegó al cementerio de la intersección con la Ruta 6, frenó y leyó los letreros. Una flecha que apuntaba a la derecha señalaba Inriville, dobló a la izquierda, hacia Cruz Alta. Avanzó con el sol poniéndose a su espalda, el reflejo de los rayos que entraban por la luneta lo cegaban en el espejo retrovisor. Dejó atrás el desvío que llevaba a Camilo Aldao, entró en la curva, traspuso Los Surgentes y siguió hasta llegar al peaje, donde preguntó por la ruta a San Chárbel. Pero la empleada, excusándose en no ser del lugar, le dijo que no conocía el poblado. Llegó a Cruz Alta sin ver la desviación, se detuvo a cargar nafta en una YPF y preguntó al playero, que consultó a su compañero y ninguno de los dos supo decirle por el camino que buscaba. Estacionó, entró al bar, pidió un café grande y un sándwich de jamón y queso. Ni la moza ni la cajera habían escuchado siquiera hablar del pueblo. Fue al baño, volvió a la mesa y se demoró en la merienda con placer. Sentado junto al ventanal estiraba las piernas y enderezaba la espalda mientras miraba el escaso movimiento exterior. Tras el último bocado corrió a un costado la taza y el plato, extendió el mapa sobre la mesa y lo estudió en detalle.

Ahí estaba, impresa con unas rayitas verdes, la carretera que buscaba y que, a pesar de haber permanecido atento, se había salteado. Pagó y salió despacio, dispuesto a desandar el camino. Recorrió nuevamente el tramo sin sobrepasar los ochenta, pero igual no dio con el desvío. Decidió pernoctar en un Cruz Alta e intentarlo al otro día, con la luz de la mañana, por lo que dio la vuelta con la noche cayéndole encima. Manejaba distraído cuando, a la mitad del recorrido, los faros iluminaron a la distancia un cartel de señalización medio oculto entre la maleza. Bajó la velocidad y apenas pudo distinguir las letras blancas que indicaban San Chárbel, 45 km, porque el impacto de unos perdigones había hecho saltar la pintura.

El camino era una cinta oscura que se fundía en lo profundo de la nocturnidad. En el cielo no había luna ni estrellas, sólo los focos del coche iluminaban el asfalto sin marcas, bordeado por estrechas banquinas, donde el yuyal amenazaba invadir la calzada. En ambas márgenes el maíz, tras los alambrados, formaba un muro tupido y alto. No se veía siquiera un mojón, nada que indicara los kilómetros. A Avendaño le daba la sensación de ir por un túnel interminable. El reloj del tablero marcaba las 21:51. El aire que entraba por las ventanillas se metía por las mangas de la camisa poniéndole la piel de gallina. Ya llevaba un buen rato conduciendo, sin embargo no aparecían luces ni otros autos que evidenciaran la cercanía del lugar. Recién a las 22:37 divisó un punto amarillento que poco a poco se fue transformando en la pálida penumbra de un farol, cuya luz alumbraba con desgano la leyenda: Bienvenidos a San Chárbel, escrita en el arco de ingreso.

Entró por el Bulevar San Martín, dividido por canteros con bancos de granito y floridos palos borrachos. Allí se ubicaban las casas más importantes. Terminaba en la Plaza Sarmiento, que tenía una estatua del prócer y donde los cedros se destacaban entre palmeras y cipreses. Había juegos, bancos y un pequeño anfiteatro. La circundaban el palacio comunal, el juzgado, la iglesia con sus dependencias, los bomberos y la policía. Sobre un lateral, rompían la armonía una estación de servicio con su bar, una granja y una panadería.

Avendaño estacionó en la playa y entró al bar. Buscó una mesa junto a las ventanas para mirar la calle. Hojeó el suplemento deportivo del diario esperando al mozo. Cuando se acercó ordenó una hamburguesa con una cerveza y preguntó por un hotel. Le recomendó que se alojara en El República de Líbano, que era el mejor. El Oasis era más barato, pero estaba lejos y funcionaba como albergue transitorio. Tras el asesoramiento, le ofreció shawarma, añadiendo que era más sabroso y curioseó por el motivo de su presencia en un lugar tan alejado.

-Soy el nuevo bibliotecario de la escuela, vengo a ocupar el puesto.

Encontró el hotel sin dificultades, a una cuadra, junto a la Sociedad Libanesa. Al bajar del coche sintió frío, miró a ambos lados de la calle desierta y cruzó lento, moviendo los hombros para acomodar la espalda. Empujó la puerta y la encontró cerrada. Tocó el timbre un par de veces y como nadie atendía arrimó la cabeza al vidrio para inspeccionar el interior. En el mostrador de madera oscura se veía la luz de un velador irradiando sobre el libro de registro. Detrás, un panel, también de madera, con las llaves colgadas de unos ganchos de bronce. Insistió con el timbre pero nadie respondió, sólo un gato gris lo observaba desde un sillón. Se alejó para mirar desde la calle, constatando que la casa arriba tenía dos balcones con macetas, en las que se lucían unos malvones y unos cactus achatados. Entre ambos asomaba un letrero luminoso con la palabra Hotel sobre el escudo libanés y República de Líbano debajo. La letra R titilaba, y la O directamente estaba apagada.

De pronto, lo atrajo un vocerío proveniente de la esquina, que se convirtió en un griterío risueño a medida que se fue acercando. Por las ventanas de la Sociedad Libanesa vio a cuatro hombres jugando al truco y a un grupo de parroquianos que los miraban. Caminó hasta la entrada, subió los escalones, abrió ambas hojas de la puerta e ingresó al salón, que conservaba el aspecto que debió tener en sus inicios. El piso era de baldosas, bordeado de guardas con figuras de cedros. Los muebles eran de una madera de vetas profundas, lustradas por los años y la barra de estaño. Las paredes hacía tiempo que no se pintaban. El rosa viejo le servía de fondo a un mapa de Oriente Medio, a unos pósters con paisajes Mediterráneos y a un espejo que agrandaba las dimensiones del lugar. En un silencioso plasma jugaban Independiente con Almirante Brown.

El cantinero estaba de pie junto a la mesa, observando con la bandeja bajo el brazo. Vestía pantalón, chaleco y moño negros, que contrastaban con la camisa y la palidez de su rostro. A su lado, un hombre mayor seguía la partida. Calzaba alpargatas de lona, llevaba una bombacha amplia y una boina tejida, como de domador. Tenía la piel del rostro curtida y la barba blanca. Sentado junto a las parejas, un muchacho aindiado participaba de las bromas y vicisitudes del encuentro. Al arrimarse pudo ver a los contendientes. Un hombre de cabello cano y grandes ojos oscuros, hacía dupla con otro de abundante cabellera roja. Enfrentaban a un señor mayor, de calva coronada por una melenita que alguna vez fue rubia. Se calzaba los lentes en la prominencia de su nariz ganchuda y desparramaba su cuerpecito obeso sobre la silla. Lo acompañaba un hombretón barbudo, que había colgado el saco en el respaldo de la silla, arremangándose la camisa. Se encontraban tan compenetrados que ninguno le respondió el saludo.

-¿Tenés algo para la primera? –preguntó el hombrecito narigón al hombretón.

-Las viejas. Pero ellos no tienen nada… así que cantales.

-A vos Nassum: por los acantilados de Dover iba Erick el Rojo, con un hachazo en el ojo y una flor en el pullover.

La flor no fue aceptada y se terminó el partido. Ahora sí, todas las cabezas giraron para mirar a Avendaño, que preguntó:

-¿Podrían informarme si el hotel está abierto?

-Deme un minuto y lo acompaño, soy el conserje –dijo el hombre de cabello cano y le pidió al cantinero que anotara su consumición, se despidió y salieron juntos a la calle. Fueron caminando hasta el hotel y, ocupando su lugar frente al libro de registro, comenzó a preguntarle:

-¿Nombre?

-Hugo Félix Avendaño.

-¿Edad?

-Sesenta y dos años.

-¿Nacionalidad?

-Argentino.

-¿Estado civil?

-Viudo.

-¿Profesión?

-Bibliotecario.

- DNI, teléfono, dirección y esas cosas me los da mañana. Me llamo Asad, Jacir Asad, para lo que necesite. Puede guardar el auto en el garaje.

Asad le abrió el portón y el bibliotecario ingresó el coche por una galería lateral de la casona, giró en el fondo y se detuvo en el patio trasero, bajo un alero de chapa. Sacó el equipaje del baúl, el conserje lo ayudó con la valija y reingresaron por un largo pasillo que los condujo a la recepción. Subieron al primer piso por una escalera de madera cuyos peldaños lustrados brillaban en la oscuridad y fueron hasta una de las habitaciones que daban a la calle. El cuarto era amplio, con una cama matrimonial y tenía un baño con ducha. Sobre la cómoda estaba el televisor. En un rincón había un pequeño escritorio y una silla. En la pared libre se erguía un ropero de madera, con un espejo interno. En el balcón, los malvones y los cactus titilaban bajo el influjo intermitente de la R del cartel. Antes de irse, el conserje le dejó sobre la cómoda una cajita de fósforos con el escudo libanés y la leyenda Hotel República de Líbano, y agregó:

-Bienvenido a San Chárbel, es un buen lugar para quien lo sabe llevar.

***

A pesar del cansancio y de que no había puesto el despertador, Avendaño amaneció a las seis y cuarto. Se duchó, se afeitó y se vistió con ropa formal para presentarse en la escuela. Bajó a las siete y, sin atreverse a dejar la llave porque no vio a nadie en la conserjería, fue a desayunar al bar de la Sociedad Libanesa, que estaba abierto. Se sentó en una mesa junto a una ventana para mirar la actividad del exterior, que a esa hora era nula. Afuera despuntaban los primeros rayos del sol, que entraban tímidamente clareando su mesa, y se escuchaba el chillido de unos teros perturbando la quietud.

Lo atendió una mujer robusta. Tenía las pestañas tan tupidas que sus ojos parecían delineados. Se había pintado los labios, las uñas de rosado y usaba el cabello recogido en una trenza. Tomó el pedido y al rato se lo sirvió. El bibliotecario desayunó leyendo la sección deportiva del diario, que traía un extenso comentario del partido de la noche anterior. Al rato, el lugar se fue llenando de gente que parecía no verlo y se iba reuniendo en grupos para tomar café, hablar de política y de negocios. Se levantó y pagó en la caja, donde le indicaron cómo llegar a la escuela.

En la avenida se puso los lentes ahumados y se dirigió por la sombra que los fresnos y los lapachos proyectaban sobre la vereda. El pueblo se apreciaba chato bajo la inmensidad azul del cielo. A medida que se alejaba del centro las casas iban cambiando su fisonomía. Adentrándose en las calles de tierra, eran cada vez más humildes. Antes de llegar a los confines, pasando las viviendas de planes, había taperas desperdigadas por el descampado. En ese límite, como un fortín de frontera, estaba la moderna construcción a la que iba. Desde afuera vio un patio de baldosas amarillas en el que estaba el mástil, donde flameaba la bandera. Lo atravesó, subió la escalinata y entró a un espacio luminoso, que distribuía a las aulas y a las diferentes dependencias por corredores. Siguió los letreros hasta la dirección y desde el dintel golpeó la puerta abierta, ingresó y se presentó a la secretaria, que escribía sentada en su escritorio, tapada por una pila de carpetas y papeles.

-Hola, soy Hugo Avendaño, el nuevo bibliotecario.

La secretaria, una mujer joven y alta, se levantó y le tendió la mano. En la cúspide de su cuerpo voluminoso destacaba su cara rosada y rechoncha. Usaba el cabello rubio muy corto.

Camila Gidi, encantada. Ahora lo anuncio con la señora directora.

Se dirigió hasta el despacho, dio un par de golpecitos y entró. Reapareció de inmediato, solicitándole que tuviera la amabilidad de esperar un rato.

-Puedo volver en otro momento.

-Serán minutos. ¿Le costó encontrar el pueblo?

-Bastante.

-¿Vino con la familia?

Avendaño no alcanzó a negar, que se abrió la puerta de la dirección, de la que salieron tres mujeres.

-¿No le dije? Al final no pudo contarme nada. Profesor Avendaño, le presento a nuestra directora, la licenciada Zara Medina.

Se saludaron y entraron al despacho en compañía de Camila, que les ofreció café y se retiró, regresando al rato con dos tacitas humeantes que perfumaron el aire. La directora era una mujer menuda y amable, tenía el cabello gris y usaba un flequillo cortado sobre los anteojos. Sus ojos pardos se magnificaban tras las lentes, pareciendo desproporcionados respecto a su pequeña nariz. Tenía labios delgados y el labial le invadía el bozo. En las solapas del guardapolvo llevaba una escarapela y el pin de un cedro. Después de charlar de manera distendida sobre las generalidades de la escuela lo llevó hasta la biblioteca, que ocupaba un par de habitaciones en la parte trasera del edificio, a donde se llegaba cruzando de punta a punta el patio.

El lugar era aislado pero confortable. En el centro de la primera habitación había una gran mesa rectangular rodeada de sillas, para que los alumnos se sentaran a leer. Contra el tabique divisorio había dos computadoras, sobre las que colgaban un mapa de la República Argentina y otro de la Provincia de Córdoba. A la izquierda, estaba amurado un pizarrón. La pared libre tenía tres pósters. El primero, con el Tren de las Nubes trepando una ladera ocre. El segundo, con el glaciar Perito Moreno. En el último, las cataratas del Iguazú, magníficas entre la exuberante vegetación selvática. En el cuarto contiguo estaba su escritorio, el archivo y los anaqueles con los libros, junto a una mesa redonda. Sus adornos eran una foto de José Hernández y una reproducción de La Torre de Babel, de Brueghel. A un lado, una escalera de caracol conducía a un espacioso altillo, que funcionaba como depósito. Contaba con baño y cocina. Una puerta de aluminio y unas ventanas corredizas comunicaban con la calle de atrás, que era de tierra y daba al campo.

-Bienvenido a su universo, ¿qué le parece?

-Me sorprende gratamente.

-A nuestra biblioteca también la consultan los vecinos... básicamente el doctor Epstein. Está jubilado y pasa la mayor parte de su tiempo enfrascado en la lectura. Ya lo va a conocer, no se deje llevar por lo que dice, es un hombre de ideas peculiares, ya sabe cómo son los extranjeros.

-¿De dónde es?

-Dicen que es un bebé del holocausto, que tiene un número en el antebrazo, ¿se da cuenta?

-Esas experiencias dejan marcas indelebles.

-Lo comentaba porque va a ser su mejor cliente, por no decir el único. Espero que se sienta a gusto entre nosotros, cualquier inconveniente o necesidad me avisa, o mejor a Camila. A propósito ¿cuándo empieza?

-Debería comenzar la semana que viene, pero estando aquí y sin otra cosa que hacer podría venir desde mañana, digo, para familiarizarme con el lugar. ¿Sabría de una inmobiliaria?

-Está cerca de la plaza, si anda por allí pregunte y le van a saber indicar.

Antes de despedirse, la mujer le entregó un juego de llaves. Al salir del establecimiento Avendaño caminó sin rumbo por los alrededores del pueblo, al poco de andar dio con una calle que lo condujo entre parcelas de campo donde crecía el maíz. En otras, la soja estaba alta y amarilla. Se quedó largo rato observando una lechuza que lo miraba fijo, cuando quiso acercarse salió volando y se posó en un poste distante. De regreso al pueblo pasó frente a un lote con ganado de pelambre rojizo que rumiaba ignorándolo. Sintió hambre, buscó el bar de la estación de servicio, entró y pidió un shawarma.

Al llegar al hotel encontró a Assad en la recepción, ante quien se excusó por haberse llevado la llave. El conserje respondió que no había problemas, tenía otro juego, y le contó que había estado ensayando con la banda para el Festival. Se sorprendió al encontrar la cama hecha, en la que se acostó a dormir una siesta. Cuando despertó, con un calentador eléctrico entibió agua y tomó unos mates escuchando música en la radio. Cuando se lavó la yerba, se acicaló y salió. Fue andando sin prisa hasta la plaza, donde un anciano que alimentaba a las palomas le dijo cómo llegar a la inmobiliaria.

La oficina del martillero Nassum estaba muy cerca, se trataba de una habitación en su casa acondicionada a tal fin. El piso era de parquet flotante y los muebles de diseño. En las paredes había cuadros con títulos, cursos y un gran mapa del pueblo. Allí lo recibió el pelirrojo que jugaba al truco cuando llegó, quien le informó que de momento sólo podía ofrecerle unidades demasiado grandes para una sola persona. De todos modos lo invitó a sentarse y le abrió una ficha con sus datos, por si se presentaba algo. De salida, Avendaño preguntó por una peluquería.

Dobló en la esquina y, como le había indicado Nassum, un letrero anunciaba el Salón Unisex Nacho, coiffeur estilista. Sin embargo, el local contaba con escaso glamur. En un espacio reducido se apretaba el sillón contra un espejo con cajonera y ganchos para los enseres. A su espalda el peluquero, que no era pequeño, había logrado colocar tres sillas y una mesita ratona, sobre la que se amontonaban revistas viejas. Publicidades de champú, un banderín y un póster de River Plate decoraban el local.

Cuando entró, Nacho estaba trabajando sobre la cabeza de un cliente. Avendaño saludó y se sentó a leer una publicación del año anterior, pero no conocía a ninguna de las personalidades que allí aparecían. Mientras miraba fotos de mujeres posando con bikinis en la playa, escuchaba al peluquero y su cliente hablar de asuntos políticos locales, mencionando con especial énfasis la proximidad del Festival. La conversación los animaba, el cliente decía que esperaban tener una gran convocatoria gracias a que ese año el evento había sido declarado internacional, por lo que vendrían autoridades provinciales, el grupo Impulso y Pancho Bonafortuna, cuyo solo nombre les provocó risa.

-Si el señor todavía está por aquí y gusta, puede asistir, irá el pueblo entero –dijo el cliente, que resultó ser el hombretón que jugaba al truco.

-Voy a estar. Vine a trabajar, soy el nuevo bibliotecario. ¿De qué se trata el convite?

-Encantado, Osmar Assef, presidente comunal para servirle.

-Hugo Félix Avendaño, un placer.

- Se trata del Festival que hacemos cada año en el Club. Sería una buena ocasión para presentarse en sociedad, porque acuden todos… excepto los inadaptados de siempre.

Assef se miró los perfiles y la nuca en un espejito que Nacho le sostenía desde atrás, rotándolo para un costado y para el otro. Aprobó con la cabeza, se puso de pie y se sacudió con la mano los pelos que habían caído sobre sus pantalones. Era un hombre robusto, con una barba tupida y oscura. Recogió el saco del perchero, saludó y se marchó contento, luciendo una media americana. El peluquero barrió y echó los cabellos dentro de un cesto, lo miró en silencio y con un gesto lo invitó al sillón.

No cruzaron muchas palabras, Avendaño le preguntó si le gustaba el fútbol y Nacho afirmó que sí, después si era de River y volvió a asentir. Ante tal demostración de parquedad prefirió aguardar callado a que hiciera su trabajo. Cuando terminó le colocó el espejo redondo detrás de la cabeza, moviéndolo a un lado y al otro para que observara el corte, otra perfecta media americana. Se limitó a decir el precio y a saludarlo cuando se marchó.

Afuera había anochecido, su reloj marcaba las 20 y 17. Se quedó en la vereda bajo el letrero, mirando a una y a otra mano del callejón sin saber para dónde ir. Volteó y Nacho, que lo estaba observando, le señaló con el índice hacia la derecha. Se abrochó el saco y levantó las solapas para protegerse del fresco, metió las manos en los bolsillos y emprendió la marcha. En la esquina se dio cuenta de que estaba en el Bulevar por el que había ingresado al pueblo. A su izquierda divisó la plaza, dudó un instante pero decidió ir a comer antes de regresar al hotel.

Aquella noche se acostó planeando entrar en contacto con fichas, libros y material didáctico, pensaba que sería el mejor modo de empezar a familiarizarse con el lugar donde pasaría gran parte de los próximos años.

***

Al día siguiente despertó temprano y fue al bar de la Sociedad Libanesa, donde desayunó junto a la ventana, dejando que el sol le diera en el rostro. Se tomó el tiempo para hojear los titulares del diario, detenerse en el horóscopo y en los chistes de la contratapa. Antes de salir permaneció un buen rato con los ojos cerrados, envuelto en esa calidez, hasta que partió con el equipo de mate en bandolera, escuchando Vivaldi en sus auriculares. Procuró llegar a la escuela cuando el alumnado estuviera en las aulas, no quería encontrarse con docentes, preceptores, ni estudiantes.

Absolutamente nadie fue a retirar libros ni lo visitó, excepto la portera, que asomó la cabeza ofreciéndose para traerle alguna cosa de la panadería. Después, unos chicos curiosos lo espiaron desde el patio durante los recreos. Notó sus miradas por la puerta y las ventanas abiertas, pero ninguno entró. Al mediodía sacó una silla a la calle trasera y almorzó dos empanadas recalentadas mirando el campo. Por allí no circulaban coches ni personas, apenas unos galgos flacos y unos horneros confianzudos, que competían con los gorriones por las migas.

La siesta la dedicó a pasear por caminos rurales. Enfiló hacia el sur, para el lado de una zona de quintas, donde las casas eran sencillas. En sus parques se veían pequeños huertos y árboles frutales. Hacía tiempo que no llovía y la tierra estaba seca. A unos kilómetros del pueblo se topó con una Hilux y una gigantesca máquina que levantaban una nube de polvo. Sobre los postes se posaban chimangos y lechuzas. Bandurrias oscuras dibujaban una V sinuosa contra el cielo diáfano. Tras unas vías muertas, pasando un basural repleto de moscas, encontró un rancho que tenía adosado un corral, donde convivían un caballo y una oveja. Cuatro cuscos salieron ladrando a su encuentro. Enseguida, del interior surgieron unas criaturas descalzas y con el cabello enmarañado. El niño más pequeño andaba en pañales y chupaba un pan. La otra era una nena que atravesó la puerta pedaleando a toda prisa un triciclo despintado.

Al concluir la jornada fue a la inmobiliaria para preguntar por novedades. No encontró a Nassum, que estaba tasando una propiedad pero no demoraría en volver, según su esposa. La mujer lo atendió amablemente, recordándole que era docente en su misma escuela y que habían sido presentados por Camila durante la mañana, cosa que no recordaba. Sofía Sahuan, además de enseñar matemáticas, se ocupaba de la administración del negocio familiar.

Lo invitó a pasar ofreciéndole café, que tomaron en el living hablando del trabajo, la biblioteca y cosas afines. Cuando llegó Nassum, que se unió a la conversación, comparaban las ventajas y desventajas entre la vida de pueblo y de ciudad. El matrimonio nunca había vivido fuera de San Chárbel, sólo habían estado en Córdoba y Rosario, lamentándose de no haber ido nunca a Buenos Aires, motivo por el que tenían una perspectiva diferente a la del bibliotecario, que siempre había residido en ciudades populosas, siendo esos sus primeros días en un pueblo. Cada cual se refería, desde su óptica, a mundos que desconocían, intentando agradar la opinión del otro, por lo que la charla era un parloteo inconsistente.

Avendaño salió con el anochecer, caminó hasta la plaza y se sentó en un banco, desde donde vio a los feligreses llegar a la capilla llamados por las campanadas. Siendo temprano para cenar entró a misa para hacer tiempo. La mayoría eran mujeres, y los escasos varones eran viejos o niños. Durante el sermón, el cura habló de cuando Jesús caminó sobre las aguas del Mar de Galilea, mencionando Los Altos de Golán, para terminar destacando la importancia que el Festival tenía para la comunidad. El bibliotecario se retiró antes que concluyera el oficio y después de cenar en su habitación se acostó a dormir.

***

Fue a la escuela temprano, almorzó y echó una cabeceada en un sofá de la biblioteca. Al despertar calentó agua, colocó el termo sobre la mesa redonda y se cebó unos amargos en un matecito de lata que apoyó en la sección Filosofía. Repasando los nombres sobre los lomos llegó al Diccionario de Ferrater Mora, extrajo el primer tomo, lo abrió al azar y notó que el artículo correspondiente a Alienación estaba subrayado donde decía:

Estado en el cual una realidad se halla fuera de sí.

Observó que las ocho páginas correspondientes a Alma estaban meticulosamente leídas y señaladas. Encontró que habían marcado varias líneas del artículo Alucinación. Al pasar a la letra B, vio que en la tercera página del artículo referido a Bien habían destacado:

Cuando el Bien es considerado como algo real, conviene precisar el tipo de realidad al cual se adscribe.

Y al margen, con letra cursiva:

Adscribir a algún tipo de realidad.

En la C, unas líneas de Causa habían sido subrayadas a pulso:

El término griego… tuvo originalmente un sentido jurídico y significó ‘acusación’ o ‘imputación’… el término latino causa procede del verbo caveo, ‘me defiendo’.

Y al lado:

Nuestra causa es una defensa.

En la segunda columna correspondiente a Dios, habían resaltado un párrafo referido a pruebas de existencia:

Deberemos incluir en ella la posibilidad tanto de que la prueba ofrecida fracase o sea inaceptable, como la posibilidad de que puedan ofrecerse pruebas de que Dios no existe.

Junto a lo cual decía:

El sistema está caduco, el cadáver de Dios hiede.

Volviendo las páginas para atrás, descubrió que el artículo Demonio también estaba comentado:

Platón dice que Sócrates estaba endemoniado desde la infancia.

Y con un trazo delgado y casi ilegible:

Ethos antrophos daimon (Heráclito).

Avendaño se disponía a buscar el segundo tomo del diccionario cuando, por la puerta trasera, entró el hombre que la noche de su arribo había cantado flor en el partido de truco. Era de escasa estatura y obeso. Su aspecto general era desprolijo. Los pocos pelos amarillentos que le coronaban la cabeza estaban largos y despeinados, y la barba crecida de días. El visitante lo miró y, acomodándose las gafas, se presentó:

-Buen día, soy el doctor Jacobo Epstein.

-Hugo Avendaño. La licenciada Medina me dijo que usted es quien más utiliza la biblioteca, me alegra conocerlo.

-¿Y qué más le dijo de mí la señora directora?

-Nada, eso.

-Seguro que le dijo que soy raro, lo dice todo el pueblo, así que no se disculpe. La verdad es que no me importa. El que esté libre de rarezas que arroje la primera piedra, y haga sapitos.

-La gente habla porque tiene boca.

-Avendaño, el lenguaje es un virus alienígeno.

-Ciertamente, más hablamos más nos desentendemos, es como una enfermedad…

-Ahí la tenés: La Torre de Babel. ¿Te imaginás qué caos si soltaran el lenguaje en medio de un hormiguero?

Pidiendo permiso, Epstein seleccionó unos libros que fue colocando sobre la mesa, junto a una libreta que había traído consigo. El doctor calzaba unos mocasines negros a los que les faltaba lustre, el globo de su abdomen colgaba sobre los vaqueros gastados y caídos, abultando una camisa color té.

Avendaño buscó su ficha para llenarla y observó por los títulos que venía consultando, que el doctor en los últimos tiempos había estado interesado en los filósofos presocráticos y pensadores decimonónicos.

-Veo que sos aficionado a lecturas elevadas.

Ahora había extraído los Diálogos de Platón y el primer tomo de Los Tratados Hipocráticos. Los tenía abierto en las páginas que había dejado señaladas y leía alternativamente de uno y de otro, en silencio, mientras Avendaño cebaba mates y hacía su trabajo.

-¿Un amargo? Están medio lavados, pero puedo cambiarle la yerba.

-Está bien, los prefiero lavados.

Epstein continuó leyendo abstraído y cada tanto anotaba con un lápiz mocho en su libreta. El mate cambió de mano varias veces antes de que le renovara la yerba. Recién como a la media hora, el doctor soltó un ajá que le permitió al bibliotecario preguntar por su lectura y ofrecer su ayuda profesional. Entonces Epstein, haciendo una pausa, le explicó que desde hacía algunos años estaba trabajando en un proyecto ambicioso.

-Intento demostrar que Alcmeón de Crotona logró infiltrar un libro pitagórico entre los Tratados Hipocráticos, que era una escuela de orientación contraria. El sabotaje intelectual era una práctica común de aquellas épocas.

Hipótesis que, según aseguraba, avalaría con los documentos pertinentes, inadvertidos hasta la fecha, a pesar de que estaban a la vista de todos, como la Carta Robada. Citó el caso del Timeo, que estaría escrito por Filolao, a quien se lo habría adquirido Platón. Sostenía que no se trataba de un plagio, como se solía interpretar, aseverando que era una estrategia pitagórica, escuela que daba mayor valor a las ideas que a la fugacidad del nombre propio.

-En la lucha por imponer su cosmovisión sobre las otras, aprovechaban la vanidad de sus adversarios, a quienes les dejaban la fama. Con ese artilugio lograban que el vencedor defendiera las ideas del vencido. Por eso, a los pitagóricos no les estaba prohibido escribir, sino publicar.

Para demostrar su teoría, Epstein extrapolaba el ejemplo del Timeo, afirmando que Alcmeón había escrito y logrado infiltrar el Juramento dentro del Corpus Hipocrático. Ante la cara de incredulidad del bibliotecario, el doctor abrió los Diálogos y leyó:

 He aquí a Timeo, del tan bien legislado estado de Locro, en Italia…

Interrumpiendo la lectura, lo miró y preguntó:

-¿Lo ves? Platón no ignoraba el origen de Timeo, que Jámblico, por otro lado, incluye en su catálogo de doscientos dieciocho pitagóricos, pero haciéndolo oriundo de Crotona, en vez de Locro. Es decir, era coterráneo de Alcmeón, ¿te parece casual?

-¿En serio Platón plagió uno de sus diálogos?

-Lo interesante es que, lo que en Platón era plagio, en Filolao era estrategia. Hay testimonios fehacientes de la transacción comercial, lo que hace pensar que no fue un caso aislado, sino una práctica corriente de aquella época. Se sabe que Filolao huyó de Italia después de sobrevivir al incendio del Auditorio, una especie de comunidad donde los estudiantes convivían mientras se formaban. Resulta que un aspirante llamado Cilón fue expulsado por su ineptitud para filosofar, una sana costumbre de esos tiempos. Pero el despechado, tomándolo a mal, incendió la casa. Casi todos murieron abrasados, excepto Filolao y otro compañero. En el exilio, y excusándose en necesidades económicas, le entregó unos escritos secretos a Platón a cambio de cien minas de plata. Si no me creés, escuchá lo que escribe Cicerón:

Una vez muerto Sócrates, Platón viajó primeramente a Egipto para instruirse, y después a Italia y a Sicilia, para conocer los descubrimientos de Pitágoras. Y estuvo mucho tiempo con Arquitas de Tarento y Timeo de Locro, y adquirió los comentarios de Filolao.

Jámblico, para rematarla, dice que un tal Timón compuso una sátira respecto al precio pagado por Platón para transformarse en su autor, en la que juega con las palabras timo y Timeo. ¿Qué me contás?

-Que me dejás de piedra ¿Y lo del Juramento?

-Eso no tiene desperdicio. Pensá que estamos hablando del texto hipocrático por antonomasia. Significaría, no sólo que las bases de las actuales formulaciones deontológicas no fueron escritas por Hipócrates, sino que además pregonan conceptos contrarios a sus enseñanzas.

-Eso es increíble.

-Y sin embrago es así. Una inducción sutil, al estilo griego.

-¿No te parece rebuscado?

-Ya conocés el dicho, la realidad supera a la ficción.

-¡Y de qué manera!

-La cuestión del origen pitagórico del Juramento no lo digo solo yo, me apoyo en renombrados helenistas. El texto sería un contrato por el cual el aspirante aceptaba condiciones inadmisibles para un hipocrático. ¿Qué médico pitagórico conocemos? Alcmeón, quien dijo que el hombre juzga por signos, restringiendo el conocimiento a los dioses, que penetran lo invisible. Comprendió que la criatura humana muere por no anudar el principio con el fin. Fue un médico interesado en la filosofía, mientras Filolao fue un filósofo interesado en la medicina. Los dos nacieron y vivieron en la península itálica, fueron contemporáneos de Platón y de Hipócrates. Yo sostengo que, así como Filolao introdujo el pitagorismo en el seno del platonismo, Alcmeón lo introdujo dentro del hipocratismo.

-No sé qué decirte. Así como lo exponés no me queda más remedio que creerte. ¿Cómo llegaste a esta conclusión?

-De casualidad. A mí me gusta leer, por eso vengo todas las tardes aquí, que es un lugar tranquilo. Resulta que un buen día percibí que algunos libros estaban marcados. El primero en que lo noté fue justamente Juramento. Entonces empecé a seguir las pistas, hacer anotaciones en los márgenes respecto a lo que iban insinuando esas marcas y me di cuenta de que alguien había subrayado la solución en los libros de esta biblioteca.

-¿La solución a qué?

-Al misterio.

-¿Qué misterio?

-Vos abrí los ojos, observá lo que las personas hacen y comparalo con lo que dicen. Las cosas nunca son lo que parecen. El mundo está lleno de Platones y de Filolaos disputándose la fama y la verdad, lo difícil es detectar a los intermediarios. Claro que en el caso del Timeo se sabe que un tal Dión medió en la transacción.

-Visto de ese ángulo... ¿Vas al Festival?

***

Ese sábado se quedó un buen rato remoloneando en la cama, pensando que el domingo haría un mes de su llegada a San Chárbel. Se demoró disfrutando la ducha, se cambió y fue a desayunar al bar de la estación de servicio casi a mediodía. Hojeaba la sección de deportes de La Voz buscando noticias sobre Independiente, pero sólo se refería a la campaña de Belgrano. Elogiaban al Ruso Zielinski y la experiencia aportada por los veteranos al plantel. Los comentarios de la sección política eran tendenciosos. En una nota de color se contaba que los turistas se fotografiaban frente a la capilla donde Bergoglio inició su sacerdocio.

Llegó a la biblioteca con la intención de acomodar el ático. Dentro estaba muy oscuro, alumbró con el celular y encendió una bombita que colgaba del techo por el cable. No pudo abrir las ventanas porque estaban tapadas con cajas y objetos que se amontonaban sobre una mesa de trabajo desvencijada. La luz amarilla y tenue le dio existencia a un caos cubierto de polvo, como si hubiera abierto un portal por donde entrar a un universo de cosas olvidadas. Una extensa red de telarañas trazaba un complejo dibujo entre patas de sillas dadas vuelta, una lámpara oxidada y un archivador de metal con tres cajones. Detrás se apoyaba la parrilla de una cama, un tablón y cosas por el estilo. Enrolló una pantalla que encontró extendida, la puso junto al proyector de diapositivas e hizo a un lado los viejos pupitres de madera, percatándose de que la habitación daba lugar para instalarse en ella.

Bajó, se lavó las manos y calentó agua para tomar mates mirando el campo antes de ponerse a ordenar. Chupaba la bombilla distraído en unos teros que hacían equilibrio graznando sobre los rieles de la vía, cuando vio que el doctor Epstein doblaba la esquina. El aire le movía la melenita, que le flotaba alrededor de la pelada. Iba despacio, con las manos en los bolsillos del vaquero y la vista baja, puesta en la vereda rota y cagada por los perros. Pisaba con aire meditativo, esquivando los peligros, con su libreta apretada bajo el brazo. Su abdomen abombaba las rayas horizontales de una chomba que usaba suelta y le quedaba corta. Recién cuando estuvo cerca levantó los ojos, encontrándose con la mirada de Avendaño en el momento que, contra el cielo límpido, se recortaba la silueta de una avioneta.

-El avión, el avión –dijo Avendaño imitando a Tatú, el personaje de La Isla de la Fantasía.

-¡Fumigar con este viento!

-¿Pensás que perjudica la salud?

-El veneno depende de la dosis, dijo Paracelso. Si mirás un mapa, como ese de la pared, vas a ver que nuestros pueblos son pequeñas islas dispersas en un océano de soja, que requiere de una inmensa cantidad de químicos para transformarse en dólares.

-Es una hipocresía que el mundo esté debatiendo al respecto.

-Ese debate es una farsa el lucro es grande y los intereses trascienden las fronteras. Ellos no necesitan la tierra, poseen a los productores.

-¡Escandaloso!

-Se precisa una buena revolución, una que ponga blanco sobre negro. Los tiempos que corren no ayudan a pensar otras salidas, el vaso está vacío y pretenden que lo veamos medio lleno.

-Absolutamente. ¿Venías a la biblioteca?

-Pasaba. ¿Un truco? –preguntó Epstein barajando un mazo de cartas que sacó del bolsillo.

-Preferiría una escoba.

Entraron y, mientras Avendaño renovó el mate, Epstein mezcló las cartas con asombrosa habilidad. Mano tras mano el doctor notó que el bibliotecario no sumaba bien los puntos, no procuraba juntar sietes ni oros. Entonces, le pareció comprender que tal torpeza se debía a una falta de pasión por el azar, por lo que intentó transmitirle la idiosincrasia del juego. Pero la tarea se le dificultaba porque a cada rato tenía que recordarle el valor de las figuras. Después de varios intentos concluyó que la misión era imposible, así que continuó apabullando a su contrincante mientras charlaban.

-¿Vos también sos revolucionario? –preguntó Avendaño, que era un antiguo montonero exiliado en Estocolmo durante la dictadura.

Entre citas a Kropotkin y Bakunin, Epstein contó que lo habían criado gauchos judíos de Moisés Ville, sobrevivientes de los pogromos que habían migrado con anterioridad, pues toda su familia había sido gaseada por los nazis. Congeniaron de inmediato porque, aunque disentían en las tácticas, ambos se consideraban libertarios. Argumentaban con discursos floridos sus visiones y defendían con fundamentos teóricos sus respectivas posiciones políticas. Sin embargo, lograban acuerdos sobre la coyuntura y la consecuente necesidad de una revolución.

Epstein repartía su tiempo programando meticulosamente lo que llamaba su plan de operaciones y atendiendo algunas horas en el dispensario comunal. En ambas cuestiones lo auxiliaba su ayudante, Gabriel Choque, un joven boliviano de pocas palabras al que había designado su enfermero, entregándole un ambo verde, el camuflaje perfecto, decía. Actividad que el muchacho alternaba con la de repositor en el supermercado chino del pueblo. El doctor había comenzado a desarrollar su teoría sobre los intermediarios cuando lo interrumpió el molesto ruido de una moto que se había detenido frente a la puerta trasera, sin apagar el motor. Se escucharon unos golpes, Avendaño abrió y en el umbral apareció la figura de un muchacho bajo y ancho, con abundante cabellera sobre su cabeza incaica.

-¿Está el Dr. Epstein?

-Hablando de Roma –dijo Epstein, reconociendo la voz de Gabriel.

Le solicitó a Avendaño que tuviera la amabilidad de esperarlo mientras atendía a su colaborador, se levantó y salió a la calle, entornando la puerta, que se abrió con la brisa. El tableteo de la moto no impidió al bibliotecario escuchar al joven decir que Chen Lu pedía más, cosa que el doctor pareció aceptar con resignación. Epstein regresó con la misma parsimonia con la que se había ido, se sentó y recogiendo un doce con un cinco, contó que su ayudante era, además, el baterista de Los Incas de Vilcabamba, quienes animarían el Festival. Por último, acotó que merced a sus dotes le auguraba un futuro promisorio.

-Todos insisten en que es apropiado que vaya al Festival –dijo Avendaño.

-Por nada del mundo me perdería ese aquelarre.

-No tenés una buena opinión de la Comuna, ¿me equivoco?

-No te equivocás. Veremos qué pensás después de una temporada entre nosotros. ¿Conseguiste lugar donde vivir?

-Estaba pensando en acomodarme aquí, en el ático.

-Bien pensado, es un sitio estratégico.

Era indudable que Epstein jugaba con la suerte de su lado, pues mientras exponía su teoría sobre la necesidad de una licencia para el manejo del dinero –pues era más peligroso que las armas–, no cesaba de hacer escobas, sumar oros y sietes. A eso de las seis y cuarto tuvieron que encender las luces porque dentro de la sala prácticamente no se veía. Una hora más tarde era ya de noche y había refrescado, el doctor se apresuró en ir a su casa, que quedaba a un kilómetro hacia el sur, e invitó a Avendaño a conocerla el día siguiente. El bibliotecario aceptó, pensando que sería un buen modo de pasar el domingo.

***

Avendaño detuvo la marcha del coche, se bajó y tocó la campana. Al rato apareció Epstein alzándose los pantalones y abrió el candado de la tranquera, subió e indicó al bibliotecario que siguiera el sendero. Continuaron por una calle estrecha y sinuosa que se metía entre frutales y llevaba hasta una casa oculta en la espesura de un montecito. Los recibieron a los bostezos unos perros perezosos que se acercaron con desgano y moviendo amistosamente la cola. Estacionaron frente a la vivienda de paredes blancas y tejas rojas, pegada a un galpón. En la cocina, Epstein puso la pava al fuego mientras colocaba un cogollo de marihuana en la cachimba de una pipa de madera. Encendió, caló y saboreó, soplando sobre la brasa antes de pasársela a su compañero, que la tomó con total naturalidad.

-Cuánto hacía que no fumaba… tiempos bohemios. ¿Ibas a las peñas? –preguntó Avendaño, reteniendo el humo.

-Cuando podía, en la época de la facultad –respondió Epstein, poniendo música.

-¿Dónde estudiaste?

-Me pagué los estudios tocando el violín en cabarutes y fiestas rosarinas, con una orquesta típica y un grupo de covers, Los Yellow Snow.

-Ah, profesional. ¿Seguís tocando?

-Gabriel me propuso integrar Los Incas de Vilcabamba, pero decliné la oferta, estoy enfocado en otras cosas.

-Yo empecé a fumar en Estocolmo, porque aquí los militantes mirábamos mal a los adictos, los teníamos por vulnerables.

-A mí, paradójicamente, el deporte me condujo al cannabis. En la facu teníamos un equipo de fútbol muy influenciado por nuestro capitán, el rasta Mizrahi, un dotado. Venía de vivir en un kibutz, dedicado a cultivar hortalizas y plantas. En los 60, antes de regresar al país pasó una temporada en Jamaica, donde escuchó en vivo a Marley, que comenzaba a sonar. En la previa de cada partido nos juntábamos en su casa, cerca de la yerbatera Martin y fumábamos para lograr la concentración adecuada. En ese torneo salimos campeones, después le ganamos el interfacultades a Ingeniería, que eran duros.

-Mmm –atinó a murmurar Avendaño, que se había distraído de la conversación llevado por la música y sus propios recuerdos.

Epstein, intuyendo que su compañero desconfiaba, buscó una fotografía y se la pasó. El bibliotecario la observó con detenimiento, intentando adivinar cuál de aquellos jóvenes que posaban con camisetas rayadas había podido prefigurar a esa persona que tenía enfrente. Le pegó una seca a la pipa, la dejó en el cenicero y sorbió un mate tibio. Como no podía decidirse por ninguno prefirió seguir callado, escuchando la música y le devolvió la foto.

-Soy éste –dijo Epstein, señalando un muchacho rubio, con los brazos cruzados sobre el pecho. –Jugaba en la defensa, pero tenía mis habilidades. En ese torneo incluso marqué un par de goles. Así como me ves, cabeceaba y le pegaba al arco desde cualquier parte. Ese equipo fue la máxima expresión de belleza, arte puro. Teníamos una comunicación telepática, hacíamos del todo más que la suma de las partes. La movíamos cuando había que moverla y metíamos leña cuando había que meterla ¿Te gusta el fútbol, no?

-Uff, si me gusta. La revolución y el fútbol fueron mis dos pasiones. Un tiempo, antes de exiliarme, arbitré partidos de ligas locales y de clubes para ganarme el pan. Aprovechaba esas ocasiones para panfletear. ¡Si te contara las veces que tuve que ocultarme para huir!

-¿Por panfletear?

-No tanto, me querían linchar porque el hincha es un ser irracional, un fanático inconforme y suspicaz. Me acusaban de tongo, pero te juro que nunca me corrompí. Mi objetivo fue siempre impartir justicia y educar en los valores de la revolución, por eso intentaba equilibrar. Pero a ellos sólo les interesaba ganar e interpretaban mis palabras como burlas a los jugadores que, en esas instancias, lo último que pretendían era escuchar hablar de solidaridad o esfuerzos conjuntos con quienes consideraban sus enemigos.

-Te felicito, hombres íntegros como vos es lo que precisamos.

Hablaron largo rato sobre los álbumes de los Beatles y la rivalidad con los Rolling Stones, de los hippies y de la marihuana, del mayo francés y de política internacional. Compartieron elogios hacia Gramsci y disintieron respecto a la función del Estado y la monopolización de la fuerza. Ambos eran afectos a urdir teorías conspirativas, pero lo que en Avendaño era la secuela traumática por el golpe de Estado y el exilio, en Epstein era constitutivo. Opinaba que una gran organización oscurantista, a la que llamaba El Sistema, determinaba la distribución de la pobreza y uncía a los poderosos, quiénes digitaban esbirros para ocupar cargos decisivos y consolidar la injusticia social con la que se beneficiaban. Para él la democracia era una fachada, pues se vota a candidatos impuestos por el mismo Sistema, intermediarios que defendían los intereses y privilegios de sus patrocinadores, haciendo de la elección popular una pantomima.

-La primera obra de El Sistema es destruir la identidad del pueblo, transformar a los sujetos en unidades de consumo, a las que le otorgaran el derecho a consumir los productos que se les ofrece. Crea un mercado donde cada cual vela por sí mismo.

Avendaño coincidía en el resultado final de la ecuación, al que no arribaba por la misma lógica. Para él, que tenía una visión materialista, se trataba de la confluencia de sectores poderosos, para quienes habían sido creadas las reglas del capitalismo. Finalmente, los dos acordaban que la lucha de clases estaba actualmente desdibujada.

-Adoctrinados por el cristianismo, el sistema educativo, laboral y reproductivo, manipulados por todos los medios a su alcance, extienden su way of life, corrompiendo a las poblaciones nativas –argumentaba Epstein.

-Como una serpiente ponzoñosa que empolla sus huevos entre las ruinas –acordó Avendaño.

Entonces, Epstein le pidió que lo siguiera y lo condujo hasta el galpón, donde, bajo unas LED, crecían cientos de plantas de marihuana subdivididas por especies y formando largos pasillos que se cruzaban en cuadrículas. Rodeaban al vivero una serie de boxes acondicionados para diversas funciones, indicadas con letreros en las puertas. Junto a las herméticas Salas de Secado y de Curado, estaba la Sala Culinaria, donde había una cocina industrial y unos anaqueles repleto de bidones con aceite de diferente graduación. Adentro de una heladera guardaba panes de manteca, baldes de crema, botellas de leche, potes de dulce, quesos, yogures y un chajá al que le faltaban un par de porciones, todo de color verdoso. En el Laboratorio, había una extensa mesada con microscopios, un esterilizador, tubos de ensayo, pipetas, embudos, mecheros y frascos con químicos. Al fondo estaba la Sala de Pienso, donde fabricaba alimento balanceado para los animales que criaba en los Corrales, a los que se accedía por una puerta al final del galpón, traspasando el gallinero y una galería bordeada de jaulas con conejos, codornices y cobayos. Allí, había una vaca con su ternero, algunas ovejas esquiladas, unos cabritos con cencerro y, más lejos, un Chiquero con varios cerdos ruidosos.

-¡Sorprendente! –exclamó Avendaño tras la visita guiada.

-Como habrás comprobado, la revolución está en marcha y te necesita.

***

Avendaño llevaba una semana durmiendo en el altillo de la biblioteca, a la que no ingresaba otra persona que no fuera el doctor Epstein, quien ese día había sacado los libros de Doña Petrona y de la señora Siemenczuk, porque asociados con Gabriel y Meylin Mei, la supermercadista china que se había unido a la gavilla revolucionaria, habían ganado el concurso pre Festival con un mix de comidas libanesas y extranjeras, debiendo prepararlas para todo el pueblo aquel año.

-Si te unís a la Liga podrías aportar un puchero, que es bien americano y cosmopolita, como vos.

-Creo que podría, recuerdo los de mi abuela, que era una criolla, cruza de mocovíes y africanos.

-Pero hay una condición: para la elaboración tenés que usar nuestros productos. ¿Entendés?

-Entiendo y estoy de acuerdo con el sabotaje.

-No será un simple sabotaje, será el inicio irrefrenable de la revolución. Cada pieza del dominó está en su lugar y caerán en cascada hasta el final. Será un día perfecto Avendaño, un día anónimo que sin embargo marcará un antes y un después en la historia. Reproduciremos de modo artificial el efecto mariposa. Está todo pensado, vos llegás para corolar una nueva hazaña pitagórica, el retorno de Dioniso, que hermana a los pueblos en la felicidad por medio de la liberación.

-La emancipación de los pueblos… contá conmigo. ¿Cómo lo lograremos?

-Conocemos de sobra el libreto y los actores, que quedarán atrapados como un cardumen a disposición de nuestras redes. Hagan lo que hagan no podrán escapar, vamos a regalarles el Caballo de Troya. Comerán, beberán y bailarán a nuestro ritmo. Será un banquete inolvidable.

-¿A quienes incluye el plural?

-La idea es mía, pero el comando hasta ahora era tripartito: Meylin Mei, Gabriel Choque y yo. Te estoy invitando a sumarte, les hablé de vos y están de acuerdo, confían en mi intuición porque saben que funciona, ellos mismos son la prueba.

-¿Cómo se involucraron en la revolución?

-Son partes fundamentales, irremplazables. Toda revolución necesita financiamiento, ahí entran Mei y su esposo Chen Lu, que estratégicamente se mantiene al margen, bajo su falsa identidad de comerciante. Los supermercadistas chinos son en la actualidad lo que fueron los viajeros y naturalistas ingleses del siglo XIX, como Darwin, espías. Lo mismo hicimos nosotros después, con el Perito Moreno. Ellos en verdad son agentes maoístas infiltrados, recolectan datos con más eficiencia que un satélite y quieren ayudarnos disimuladamente. En cambio, Gabriel Choque es un miembro del MAS camuflado. Trabaja de incógnito para extender la revolución originaria a toda América Latina, la soñada Patria Grande. Observalo, su mente es brillante, tiene capacidades superiores. Haciéndose pasar por inmigrante ilegal sorteó un sin número de dificultades burocráticas y eludió férreas persecuciones, llegando a radicarse en este punto recóndito del país, donde asentó su base. Un genio.

-Jamás lo hubiera imaginado.

-Son auténticos revolucionarios a los que les cederemos la fama, convirtiéndolos en héroes de sus causas mientras nosotros permaneceremos anónimos, aunque victoriosos.

-Bellamente pitagórico.

-Es hora de llevar la teoría a la práctica, ponerla a prueba.

-¿Te reservás un ministerio?

-Ni pensarlo Avendaño, esas aspiraciones son la vía regia al fracaso. Mentalizate, la revolución requiere disciplina, una convicción y voluntad inquebrantables. Seamos rigurosos, atengámonos al método. Nosotros apenas somos los vectores de la libertad.

-Disculpame, quizá la vieja militancia me dio otra visión de la práctica y me haya hecho perder algo de fe. No sé, como que habiéndome quemado con leche...

-Se entiende, son cicatrices. Mirá la mía, en el antebrazo. Al verla, me recuerda que mi deber de revolucionario es ser justo y ser feliz a cada paso. Te invito a sanar, a recuperar esa energía para volverla amor.

-¿Seguro que no sos un hippie?

-Soy un científico.

-Me alegra saberlo, no quisiera aliarme con drogadictos.

-Esta noche tenemos una reunión para ajustar detalles, vení así te presento y te sacás las dudas. Yo soy un hombre de ciencia, ellos son valientes, líderes innatos. Los chinos tienen dinero y a Gabriel las bases les responden. Las finanzas y las masas nos son indispensables, pero no suficientes. Precisamos de hombres cultos, conocedores del mundo, como vos y yo. ¿Qué es el arrojo sin la idea que lo guíe?

Cuando se hizo la noche, Avendaño tomó la bicicleta que había encontrado en el altillo y se dirigió a la casa de Epstein. Era mejor andar con disimulo y el Ford rojo resultaba demasiado evidente. Pedaleó durante varios minutos por las sombras vacías del camino de tierra, pasó los sembradíos y las vacas que habitaban el otro lado de los alambrados, acompañado por música de grillos y de ranas. Al llegar a la casa atravesó los frutales hasta el montecito, donde estaban estacionados la scooter de Gabriel y la bicicleta de Meylin Mei.

Un cartel pegado bajo el llamador, escrito a mano y firmado por Epstein, decía estamos en el centro experimental. Dirigió sus pasos al galpón seguido por los perros. Lo encontró abierto, pero en absoluta oscuridad. Ayudado con la linterna del celular, pasando frente al Laboratorio y la Cocina, fue hasta la rendija de luz que asomaba bajo una puerta, dio dos golpes suaves e ingresó a la Sala de Reuniones. Sentados alrededor de una mesa estaban los tres conjurados, que al verlo entrar se pusieron de pie para saludarlo. El doctor, mirando la hora, elogió su puntualidad y les presentó a los otros dos integrantes.

La belleza de la joven Meylin Mei, bajo el cono de luz de la lámpara, le resultó fascinante. Notoriamente era la más alta, la musculosa y el short negros contrastaban con la blancura de sus miembros largos. Era desgarbada, llevaba el cabello recogido y atrapado por una gorra también negra, que dejaba descubierto su rostro delicado, de pómulos anchos y rosados, como una máscara sensual. Al estrechar su mano, la suavidad de su piel le produjo una leve excitación en el alma y, al escuchar su voz, alucinó que un trino de sirena lo saludaba.

Gabriel Choque, en cambio, era casi tan bajo como Epstein, pero grueso y compacto como un quebracho. Lo saludó sin sonreír, sosteniéndole la mirada y haciéndole sentir la firmeza de su mano. Avendaño comprendió en el acto que el muchacho, habiendo advertido el brillo del pecado en su mirada, celaba a su princesa, a quien por su estado civil sólo admiraba. Llamativamente, el repositor también vestía de negro, la remera tenía el estampado de Los Incas de Vilcabamba y las letras LIV sobre la visera de su gorra. Llevaba los palillos de la batería en las manos y, cada tanto, cuando llegaban a lo que consideraba una buena idea, la afirmaba con una ráfaga sonora sobre la mesa.

En el ambiente flotaba perfume de cannabis y sonaba música oriental, que Avendaño presumió china. Meylin Mei, que fumaba en el narguile, tomaba un té mientras interpretaba en el I Ching las respuestas a las preguntas de sus compañeros. En el momento de su ingreso, esperaban ansiosos las mágicas palabras. Epstein, fumando en su pipa de madera, y Choque, de cuya comisura colgaba un grueso porro, retomaron sus posiciones invitándolo a sentarse, mirando las monedas que estaban sobre la mesa.

-Estábamos consultando al oráculo, lo hacemos cada reunión. Pero mejor dejarlo de momento, ya les dije que vos sos la respuesta que aguardábamos. Alguien que encontró, leyó y descifró en un rato los mensajes ocultos en los libros de la biblioteca, cosa que a mí, que no soy lerdo, me llevó años… lo consultamos aquel día, no vayas a creer que no tomamos nuestros recaudos. El libro nos dio a entender que confiáramos en vos. ¿No es así querida Mei?

Meylin Mei se limitó a mover afirmativamente la cabeza y Gabriel Choque siguió observándolo en silencio. Avendaño, que era sugestionable, quiso saber sobre el I Chin, pero la muchacha le tomó ambas manos y, mientras las escudriñaba, Epstein le contó que era una experta leyéndolas, tanto como tirando la baraja española.

-Solo, no hijos… viulo. Colazón loto no mucho tiempo, va namolalse. Glan inteligente. Salú sano, fuelte. Valiente, aventulelo, quelían matal y escapó lejos, flío, otla lengua, como Meylin Mei aquí.

 Meylin Mei, que una tarde, esperando en la caja registradora que le pagaran, había escuchado a la licenciada Medina y a Camila chismear en detalle sobre la vida de Avendaño, mezcló las cartas, le pidió que cortara con la izquierda y diera vuela el toco para ver el naipe, que resultó ser el uno de espadas.

-Tliunfo. Usté afoltunado, justo pero blavo, mejol no enojal a usté, no, no.

-Habló Fortuna.

-Muy bien dicho Gabriel.

-Ni que me conociera.

-Inti se expresa por su voz de jade.

-Nunca mejor dicho, Inti alumbra la revolución.

-Es lo que yo llamo una dama sofisticada.

-Somos una raza.

-Literalmente, los pueblos amerindios comparten genes con los chinos, que llegaron caminando por el estrecho de Bering. En cambio, por el Pacífico Sur vinieron remando los polinesios. Hicieron escala en la Isla de Pascua.

-Lo afirman los últimos estudios, yo también lo leí… no recuerdo dónde.

-Quizá en Dussel, Avendaño, no me extrañaría. ¿Vos lo leíste Gabriel?

-Yo no leo, no me quiero dejar influenciar por los operadores de la prensa blanca, no van a revertir mis ideas. Soy subversivo, aunque en mi fuero íntimo, quisiera ser periodista deportivo. Pregúnteme de fútbol, conozco casi todo.

-¿Y vos?

-Meylin Mei leyó mano y calta. Es todo.

Tras la presentación formal, y a modo de bienvenida, a Avendaño le obsequiaron una boquilla de caña en la que fumó junto a los demás, de modo que la reunión transcurrió distendida. El orden del día era planear el menú del Festival, cosa que hacían mientras profetizaban los beneficios que traería la revolución. Aquel año, la comisión organizadora había decidido innovar, sumando platos de la gastronomía mundial a la tradicional cocina libanesa. Al transformar la fiesta local en universal pasaron a denominarla Festival Internacional de San Chárbel, con lo que se obtuvo un jugoso subsidio de la provincia.

-Gabriel, quedamos que vos, además de la humita, los tamales y el charque, te encargás del acarajé, de los burritos, la arepa y la comida latinoamericana. Meylin Mei, vos hacés los fideos verdes, los rollitos primavera y los platos orientales, también la paella y los Moros y Cristianos. Vos Avendaño, te dedicás a dirigir el puchero y la parrilla. Yo me ocupo del kipe, de la fatayer… el medio oriente hasta Grecia es mío, tenemos el yogur, los quesos, la pita. Hay que poner especial cuidado en la gastronomía local, la gente del pueblo es muy sensible y exigente con el humus. Sin dudas el shawarma de cordero será lo que tendrá mayor salida. La gordura de la carne, los lácteos, el aceite y todos los productos con que elaboraremos los manjares, poseen altos niveles de THC.

-Pasada la medianoche, cuando haya contado sus chistes Pancho Bonafortuna, sacaremos a Impulso de escena y subiremos en su lugar Los Incas de Vilcabamba. Los teloneros pasaremos al frente, el pueblo se habrá liberado de sus atavismos y estará en óptimas condiciones para recibir nuestro mensaje.

-Se entregarán al frenesí dionisíaco y habremos introducido una cuña para rasgar el tejido social, sin que nadie pueda volver a suturarlo.

-Bocaditos, apelitivos veldes, licoles y celveza altesanal… malta, lúpulo y cogollo. Colocón bueno. Todo planeado, Epstein mucho genio.

Epstein se levantó y descorrió un mantel que ocultaba una mesa con una maqueta del pueblo. En el Club Belgrano, donde se celebraba cada año la fiesta, estaba dispuesto el escenario, las mesas, las bocas de expendios de comidas y bebidas, los baños, las entradas y salidas al predio. Muñequitos verdes representaban las posiciones revolucionarias, ubicadas en los puestos claves. Gabriel Choque y sus Incas de Vilcabamba dominarían el panorama general y las bambalinas desde el escenario, mientras sus grupis estarían infiltradas entre la muchedumbre. Meylin Mei y su esposo Chen Lun ocuparían las cajas, resguardando las finanzas y subvirtiendo a la masa desde las unidades duras, con el carnicero y la fiambrera apostados en los baños, y el del depósito en el estacionamiento. El doctor, con sus originarios, permanecería al mando de la logística desde la cocina y sus cercanías. Avendaño asumió, además de la supervisión del puchero y la parrilla, el espionaje fino, pues como había sido designado por la directora para escribir el discurso que pronunciaría el presidente comunal, estaría ubicado entre las autoridades.

Luego de repasar el plan, Mei y Choque se retiraron, quedando Avendaño, que quería consultar con Epstein algunos puntos del panegírico revolucionario que estaba escribiendo. Su intención, como buen pitagórico, era introducir mensajes emancipatorios sabiendo que debía sortear la censura de la licenciada Medina y del propio presidente Assef, que debía pronunciarlo. Era la oportunidad de poner en sus labios el ideal de un mundo mejor, estimulando al público para que se entregue al futuro con pasión.

-¿Cuánto llevará construir un mundo mejor?

-Mientras no existan dispensarios de justicia, imposible.

-¿Como los médicos?

- Iremos al hueso del maldito Sistema. Tengo una propuesta que hacerte Avendaño, fundemos el KES. Imagino que estás a favor de la eutanasia. El mal se nutre de sufrimiento humano. Vos viste, si querés vivir te matan y si querés morir prolongan tu dolor. Es perverso.

-¿Qué es el KES?

-Otra liga solidaria, una segunda célula revolucionaria, paralela, que programa acciones únicas y definitivas. Se me ocurrió pensando cómo destruir esa lógica feroz. Ante el dolor irreversible siempre pensé en el suicidio como salida, pero me disgusta que sea un acto egoísta y se me ocurrió convertirlo en solidario, darle un sentido más amplio, autárquico. Solo hay que escoger un objetivo estratégico del enemigo y aniquilarlo junto a uno mismo, para gloria de la revolución. Mirá, este es mi cartucho.

-¿TNT?

-Hagamos de la dinamita el tantó de los revolucionarios KES: Kamikazes Eutanásicos Solidarios.

-Kamikazes Eutanásicos Solidarios, suena bien, creo que me convenciste.

-Si te unís te consigo uno, se lo compré a Chen Lun, que lo adquirió en un búnker de Rosario, donde le ofrecieron un drone y un bazuka del ejército, inútiles para nuestra causa.

***

Avendaño dejó todo listo en la cocina del club, fue al hotel a bañarse y volvió a las nueve menos diez. Se había acicalado para la ocasión e iba vestido de elegante sport, como le habían aconsejado. Al llegar observó que se había formado una larga cola de coches en el ingreso del estacionamiento. El acomodador del súper daba tiques y ubicaba a los vehículos. Desde la calle, le llamó la atención el exquisito aroma a especias. Los vecinos llegaban en familia y se reunían en la puerta, formando grupos que obstruían el paso. Los niños corrían jugando a las escondidas, se trepaban a los canteros y se metían entre las plantas esperando que los mayores se decidieran a ingresar al predio, donde las mesas estaban dispuestas tangencialmente respecto al escenario, para que nadie se perdiera el espectáculo.

En el medio de la cancha de fútbol, transformada en pista de baile, con luces y banderines de colores, encontró a la licenciada Medina con su marido, un productor agropecuario llamado Rafael Abdala, que presidía la cooperativa donde acopiaban el cereal, brindando además servicios fúnebres y de telefonía. Charlaban sobre lo agradable que estaba la noche cuando llegó Camila de la mano de su esposo, el comisario Ausset, tan voluminoso como ella. Camino a tomar ubicación se toparon con Nassum y Sofía Sahuan, que se dirigían al lugar que tenían reservado, con familiares y amigos.

Avendaño buscó al doctor Epstein con la mirada, distinguiendo a lo lejos al presidente Assef que acompañaba al ministro Azrael Saad, hijo dilecto de San Chárbel, enviado por el señor Gobernador para que representara al ejecutivo provincial en esa ocasión tan importante. Los rodeaba un séquito sonriente que festejaba con estrépito los dichos del joven político y se sacaban fotos abrazados a él, que se movía como en el patio de su casa, posando con una sonrisa que manejaba a su antojo. Al presidente se lo veía exultante y al ministro sobreactuado. El bibliotecario los seguía absorto, por eso se sobresaltó cuando Epstein le palmeó el hombro.

-Qué tumulto más bonito tenemos, ¿no te parece Avendaño? Veo con satisfacción que ya estás en tu puesto. Después de los discursos arrimate a la cocina.

-¿No será riesgoso que nos vean juntos?

-Están tan encandilados por sí mismos que no se van a percatar de tu ausencia.

El doctor llevaba una gorra de carpincho que combinaba con el saco y los zapatos de gamuza. Se había afeitado y perfumado generosamente. Un pañuelo de seda, que se adentraba en su camisa hawaiana, le abrigaba el pecho. Se despidió y se marchó a su puesto. De espalda se le veía el fondillo del vaquero, el mismo que usaba a diario, asomando por debajo del saco. La licenciada Medina, apartándose del grupo, tomó a Avendaño del brazo y lo llevó diciendo que iba a vincularlo con alguna gente importante. Antes de alcanzar a la comitiva le presentó al juez Haddad, que estaba con su esposa y sus hijos, compartiendo mesa con el padre Mansour y las damas de caridad de la parroquia. Al lado, se habían ubicado los Bomberos Voluntarios, que vestían sus uniformes para recibir el cheque de manos del ministro, en cuya lista había otros beneficiarios, entre ellos el Club, que necesitaba una cancha de pádel; la escuela, que necesitaba pintura; y la Iglesia, que no necesitaba más que barnizar los bancos y revocar el campanario.

Cuando estuvieron acomodados en sus lugares, el locutor anunció que, tras la ejecución del himno por la Banda Comunal, el Presidente y el señor Ministro dirigirían unas palabras. Hacía largo rato que la concurrencia, como los oradores mismos, había comenzado a beber la cerveza artesanal y a probar los pinchos y las tapas, que paso a paso se les ofrecía. El barullo, que sofocaba las palabras del presentador, fue silenciado por las primeras notas del Himno. Al finalizar, junto a los aplausos se escucharon algunas risitas. De inmediato, el presidente Assef se dirigió al micrófono y, tras los saludos formales, empezó a leer con jovialidad el discurso que Avendaño le había entregado a último momento:

-Estimados vecinos, hermanos, camaradas, compañeros y, por qué no, correligionarios: en esta noche gloriosa damos apertura al Primer Festival Internacional de San Chárbel. Estamos felices de reunirnos hoy, como cada año. Pero éste es especial, porque le abrimos las puertas al mundo, proclamando en voz alta aquí está San Chárbel, somos internacionales. ¿Saben lo qué significa la Internacional? Puedo asegurarles que en este lugar y en este preciso momento se pone en marcha un nuevo día, a partir del cual escribiremos otra historia, una que augure un mundo mejor. A partir de hoy ofreceremos nuestros corazones para fundirnos en un abrazo universal, inclusivo y libertario, del que nadie quede fuera. Pronto se hablará de nosotros, porque daremos el ejemplo de que es posible construir esa utopía que la humanidad tanto soñó. Esta celebración marcará el inicio de un carnaval infinito, donde la alegría y la solidaridad tomarán el relevo de la tristeza y la plusvalía global.

Como Assef no comprendía las frases que pronunciaba con tanto énfasis y se le secaba la boca, hizo una pausa para beber cerveza y leer las líneas siguientes, que vio repletas de palabras que le eran extrañas, por lo que prefirió doblar las cinco hojas restantes e improvisar, pues se sentía inspirado. Entonces alabó su propia gestión, destacando las ventajas de actuar de manera mancomunada y sin mezquindades. Pidió un brindis a la concurrencia por ello y mencionó la relevancia social de las instituciones que estaban prontas a recibir el cheque. Con cada mención se brindaba y celebraba con vítores y aplausos. Especialmente ruidosos estuvieron los bomberos que, contentos como estaban, hacían sonar la sirena.

En el momento en que el clima estuvo en su punto, Assef, como tirándole un centro a la cabeza, le cedió el protagonismo al ministro Saad, que subió al escenario en medio de aplausos y abrazó al presidente. Tras acomodar su flequillo, extendió los brazos a su público y tomó el micrófono bailando al ritmo de las palmas. El joven ministro era alto y delgado como un junco, de rostro sonriente y aniñado. Estiró su cuello y, desabrochando el botón de la camisa a cuadros, sobre la que llevaba un polar sin mangas, abrió sus piernas larguísimas, pidió silencio con la mano y comenzó a decir con soltura:

-¡Querido San Chárbel, aquí estoy como cada año, como siempre, para decirles que nunca me fui ni me iré. ¡Soy testigo de la pujanza de esta comunidad, estoy orgulloso de ser parte de este pueblo! ¡Nos conocemos bien! ¡Nada me resulta más grato que participar de este Festival Internacional, propulsando el desarrollo y el progreso! ¡La fuerza productiva de nuestro campo! ¡Viva San Chárbel! Cuando llegue a ser gobernador, les prometo que construiremos las autopistas a Rosario, Córdoba, Buenos Aires… a su lado viajará, suspendido en túneles neumáticos, el tren que levita a mil kilómetros por hora. Los viajeros felices se saludaran por las ventanillas. Desde el vagón comedor las familias mirarán con asombro el fugaz contraste entre los carriles de cemento y el campo cultivado. Desde el campo, el agricultor verá pasar los helicópteros y los aviones que su esfuerzo propulsa porque les juro, que si llego al gobierno de esta provincia, en el hospital haremos un helipuerto, que estará en conexión subterránea con el aeropuerto, cuya pista se extenderá donde hoy vemos solo un yuyal. Si me eligen, daremos a San Chárbel salida al mar, traeremos consulados, una aduana, casinos, tendremos nuestra propia bolsa de comercio… Hoy, este pueblo se pone de pie para señalar al país y al mundo el rumbo definitivo hacia el desarrollo que ha de seguir la humanidad! ¡Allí donde haya un necesitado, en cualquier parte del planeta, allí estaremos los charbelenses, tendiéndole la mano! ¡Viva la Argentina! ¡Vivan la agricultura, ganadería y pesca! ¡Viva la gastronomía internacional! ¡Viva el mundo entero! ¡Disfrutemos de este Festival!

Después, entregó los cheques en una ceremonia en la que el locutor, entre chistes y risas, anunciaba la institución favorecida y la suma que recibía. Los representantes subieron, besaron al ministro y posaron mostrando los cheques para las cámaras, que captaban esos instantes. Terminada la entrega, se dio inicio a la fiesta y los comensales empezaron a ir sin restricciones por los platos principales.

Avendaño estaba en una punta de la mesa, entre Camila, el comisario Ausset y la directora que, cuando el ministro Saad pasó con la comitiva, lo presentó formalmente. El ministro y el presidente, a quienes se les habían achinado y enrojecido los ojos, lo saludaron y felicitaron por la redacción del discurso. Ninguno paraba de reír, comer bocados y beber la cerveza artesanal. El joven funcionario, más verborrágico que de costumbre, hacía bromas y comentarios que todo su alegre entorno celebraba. El bibliotecario iba a despedirse cuando sintió en un flanco el hombro del jefe Elías que lo desplazaba bruscamente, dejándolo a un lado, con la mano extendida, viendo desaparecer a la risueña comitiva entre el gentío.

El pueblo bebía y comía con entusiasmo los manjares que los revolucionarios les habían preparado, ignorando la fórmula de aquel sabor que los extasiaba. Eran tantos y estaban tan dicharacheros que costaba moverse entre la concurrencia, pero Avendaño logró desprenderse de quienes lo abordaban, llegando a la cocina, donde las personas formaban filas buscando matapa, chapati con doro wet o pelmeni, que las tropas originarias de Epstein servían. Desde ese lugar pudo ver al doctor dando órdenes y coordinando la entrega de los platos. Cuando aquel lo divisó, el bibliotecario le señaló el lugar donde habían acordado encontrarse, procurando esquivar al conserje del hotel y al mozo del bar, que salían abrazados del baño, brindando y preguntando si habían probado tal o cual comida.

Se sentaron en una mesa solitaria, delante de una enorme wiphala que cubría dos paños del alambrado de la cancha, cuando se les acercó Gabriel Choque, que venía del buffet con dos balones de cerveza helada, se las dejó y se despidió porque tenía que prepararse para la función. Epstein y Avendaño brindaron por el azar que los había unido. En el momento que chocaban sus copas, sobre el escenario apareció el locutor haciendo morisquetas para anunciar la esperada presencia de Pancho Bonafortura. La concurrencia, con la boca llena de knishes, mezes, empanadas y anticuchos, estalló en aplausos y chiflidos de algarabía. Tras lo cual, el conductor comunicó con pesar que el grupo Impulso no se presentaría por una indisposición de último momento. Cuando iba a leer que en su lugar subirían Los Incas de Vilcabamba, mirándoles la indumentaria los renombró Los Santos del Ritmo. Choque y su grupo ingresaron desconcertados, con caretas de revolucionarios y remeras con la estampa de San Chárbel.

El cantante y guitarrista, que se había peinado una cresta con gel, llevaba la máscara del Che; el tecladista, un gordito pálido que tocaba quieto detrás de la partitura, la de Mao; el trompetista, que permanecía a un lado, la de Lenin; el bajista, la de Arafat; y Gabriel, que hacía los ritmos y los coros, la de Zapata. Sin mediar palabra empezaron a tocar El Extraño de Pelo Largo para que el capo cómico entrara cantando y bailando en medio de una ovación. Ni bien terminaron la canción, Pancho Bonafortuna inició su monólogo plagado de gags, que interrumpía cada tanto para interactuar con el público. Cada cuarto de hora se tomaba unos minutos para beber y comer unos bocaditos, tiempo en que Los Santos interpretaban temas de protesta en ritmo de cuarteto.

Bonafortuna primero se rio de la tacañería de los gringos y de la displicencia de los negros. Luego, sonó Para el Pueblo lo que es del Pueblo, tras lo cual Pancho, adoptando modos afeminados, se burló de los gays y lanzó una seguidilla de chistes sexistas. Inmediatamente atronó La hierba de los Caminos. Después, el cómico continuó con todo tipo de discriminaciones, ganándose la simpatía y complicidad general. En la pausa el quinteto ejecutó La Balada de Sacco y Vanzetti. A medida que pasaba el tiempo las risas iban creciendo, haciéndose estridentes sin necesidad de escuchar los remates, especialmente con los de borrachos y de doble sentido.

-¿Viste cómo somos, Avendaño? Nos hace gracia humillar y menospreciar a las minorías, al diferente. Nuestra sociedad actual se funda en la igualdad, no en la equidad. En la individualidad, en vez de la singularidad. Nos han transformado en unidades de codicia. Vivimos en una prisión de la que somos nuestros propios carceleros. El ser humano es una especie morbosa. Ahí los tenés, riendo de los negros, los gringos, los viejos, los putos, los cornudos, las mujeres. Eso cambiará radicalmente con la revolución, desde el primer día estableceremos vínculos fundados en la diferencia, será una amistad universal. Disolveremos las sociedades que agrupan colectivos de lo mismo, todo será abierto, nada de membrecías, afiliaciones, adhesiones, asociaciones… serán ilegales.

-¿Qué pasará con quienes se aferren al viejo sistema? ¿No es así la alienación? No olvides que para rebelarse primero hay que ser esclavo y que para eso necesitamos establecer un contrato con los otros.

-¡El actual contrato está perimido! Es una fábrica de muertos vivos, miralos.

-Pero es su voluntad, son la mayoría y estamos en democracia.

-¿Vos crees que esos entes tienen voluntad propia? De todas maneras no te preocupes Avendaño, al que le guste la vieja forma de vida se la proporcionaremos. Tengo pensado conservar un territorio donde puedan vivir haciéndose daño a sus anchas. Una especie de reserva amurallada y vigilada, por supuesto, ya sabés lo agresivos que son. Irán voluntariamente a disfrutar de su locura a condición de ser esterilizados. En no mucho tiempo el territorio quedará deshabitado y podrá ser reocupado para algo provechoso. Pero vayamos a ver si está a punto el puchero.

En la puerta de la cocina se encontraron con Meylin Mei y Gabriel Choque, que llevaba la máscara sobre la cabeza. Se los veía preocupados. Detrás de ellos, Chen Lu, con los brazos cruzados, daba órdenes enérgicas a los originarios que iban y venían preparando los platos.

-Tienen que huir.

-¿Qué?

-Lo quescuchalon, huil ya.

-¿De qué hablan?

-Los están buscando. Recién nos preguntó por ustedes el comisario Ausset, comentó algo de la descompostura del grupo Impulso, parece que se dieron cuenta de que fue provocada por una sustancia que ingirieron. Creo que se le fue la mano doctor, ¿se acuerda que le dije que me parecía mucha la dosis? Después vino el presidente Assef y nos confirmó que los estaban buscando. Cuando le preguntamos para qué, no nos quiso contar. Atrás de él apareció el secretario del ministro, y adivine qué, también preguntaba por ustedes. Pero no fue todo, vinieron la directora, la secretaria, el martillero, el jefe de los bomberos… y no sé cuántos más. Andan hablando del sabor de la comida.

-Se activa Plan E.

-¿Plan E?

-Evacuación. Mei, Choque, ya saben lo que tienen que hacer. Nos encontramos en la puerta de la embajada.

-¿De qué hablás Jacobo?

-Nos vamos a Cuba vía Bolivia.

***

Avendaño y Epstein se ocultaron y cuando los vecinos, hartos de comer y beber productos cannábicos, bailaban y se zambullían dentro de la pileta en ropa interior, se escabulleron del Festival entre las sombras de la cancha de golf y subieron al coche, que el doctor había dejado previsoramente en una calle aledaña. En el baúl tenía preparada su mochila y la heladerita con cervezas para la fuga. Pasaron por la biblioteca a buscar lo imprescindible y salieron para Buenos Aires, pretendiendo llegar a primera hora a la embajada boliviana.

Salieron a la ruta, atravesaron Cruz Alta y empalmaron hacia Tortugas en busca de la autopista, iban tomando cervezas y fumando un porro tras otro para calmar la ansiedad. Escuchaban Sumo a todo volumen para darse coraje y el aire bullía a borbotones por las ventanillas. Antes de llegar al peaje de Carcarañá Epstein se dio cuenta de que había olvidado los pasaportes falsos que les había conseguido Chen Lu.

-Tenemos que volver, Avendaño.

-¿Qué? ¿Estás loco? Nos van a atrapar, a torturar en la comisaría para que confesemos todo tipo de crímenes. Nos van a convertir en el cártel de San Chárbel, van a querer ejemplificar con nosotros, lavar sus cuitas.

-Tenemos que volver, olvidé los pasaportes falsos, si nos detienen estamos fritos y si llegamos no podremos salir. Del otro lado del peaje está repleto de canas, necesitamos la nueva identidad. Seguro que ya no nos buscan en el pueblo, apenas será una hora de retraso, no tenemos alternativa.

Epstein descendió la velocidad y dobló en una de las tantas huellas que atraviesan el zanjón central de la autopista.

-Suerte que me di cuenta a tiempo, Avendaño. En estos momentos se ve el temple del revolucionario y puedo atestiguar que el tuyo es magnífico. Si nuestros nombres pasaran a la historia, cosa que espero no suceda, este capítulo sería trascendental.

-Estoy jugado. Hagamos lo correcto hasta el fin.

Avendaño armó un porro grueso, lo encendió y se lo pasó a su compañero, que volvía sobre el camino, conduciendo con prudencia.

-Vamos a entrar por donde salimos, ponete los lentes oscuros y cara de inocente.

Efectivamente, como había asegurado Epstein, del mismo modo en que nadie los había visto escapar, nadie los vio regresar. El pueblo entero dormía, excepto los niños, que jugaban libres de la vigilancia de sus padres porque durante el Festival los revolucionarios les habían servido el menú infantil. Anduvieron por las calles vacías de adultos y salieron al campo, el sol doraba los sembradíos y el lomo oscuro de los novillos. Detuvieron el coche frente a la tranquera, que abrió con sigilo el bibliotecario. Zigzaguearon entre los frutales, llegaron al montecito y estacionaron delante del galpón, junto a la casa.

Epstein, parado ante la puerta, hurgaba en el manojo de llaves en pos de aquella que abriera el candado, cuando Avendaño empujó la hoja de chapa, que cedió al leve impulso de su mano. Recién entonces notaron las huellas en el parque, las ramas de los frutales caídas y el rastro de hojas de cáñamo. Ingresaron con cautela, intentando llegar a la caja fuerte del laboratorio. El doctor se palpó en el pecho, bajo el pañuelo de seda y entre las palmeras de la camisa, el cartucho de dinamita. Avanzaron en silencio, haciéndose señas.

El espacio donde estaban las plantas se encontraba vacío. Faltaban las columnas con las LED, las macetas y los almácigos. No quedaban frascos en los anaqueles, ni manteca, ni leche, ni pienso. Había desaparecido la cocina industrial y las heladeras. Los cabritos y las ovejas balaban por el paisaje yermo sin dar con una brizna de hierba. Las gallinas picoteaban y cagaban sobre las ruinas. Estaba todo revuelto, los papeles con curvas estadísticas y cálculos estaban diseminados por el suelo. En el laboratorio solo quedaba un microscopio en medio de tubos y pipetas rotas. Sobre el escritorio se esparcían tinciones y líquidos viscosos. Las sillas estaban volcadas y la caja fuerte abierta. Sin embargo, allí quedaba lo único valioso que el cofre alojaba, sus pasaportes falsos. Los amigos respiraron aliviados.

-Menos mal Avendaño, Fortuna nos sonríe.

-Larguémonos rápido Jacobo, es evidente que allanaron.

Estaban saliendo cuando vieron entrar a Gabriel Choque con Meylin Mei y Chen Lu empujando una carretilla del súper con cajas de embalaje. Iban hablando entre ellos sin percatarse de la presencia del doctor y el bibliotecario, que miraban atónitos la escena.

-Levisemos.

-Busca cogollo, floles. Otlo nada.

-Creo que ya llevamos todo.

Cuando el trío alzó la vista se encontró con el dúo boquiabierto.

-¿Qué están haciendo? Avendaño, deciles que es peligroso venir aquí. ¡Miren cómo dejó la policía!

-Estas no eran las instrucciones, Jacobo. Ellos deberían estar llegando a Buenos Aires.

-Usteles también.

-Policía cholo.

-¡Por Inti, miren lo que dice Google! Aprobaron el uso medicinal y pronto aprobarán el recreativo.

-¿Qué significa eso, Jacobo?

-Que nos robaron la revolución, Avendaño.

Epstein no había terminado de pronunciar el apellido de su amigo cuando irrumpieron por la portezuela el presidente comunal, escoltado por el comisario y el jefe de los bomberos, seguidos por la directora y su secretaria, el juez, el martillero y su esposa, el presidente de la Sociedad Libanesa y del club, el cura y el conserje del hotel con su trompeta. Encararon directo a ellos con paso firme y se detuvieron a un metro de distancia, formando un semicírculo. Antes de que Assef empezara a hablar, el doctor le murmuró a Avendaño:

-Se activa la célula KES.

A lo que el bibliotecario, mirándolo a los ojos, afirmó con la cabeza y apretó los dientes. Entonces Epstein, al grito de Banzai, abrió su camisa haciendo saltar los botones y dejando ver sobre su pecho el cartucho de dinamita que el pañuelo tapaba. Lo activó y ante la risa de todos, en vez de explotar comenzó a chillar su alarma.

-¿Qué pasó, Jacobo?

-Seguimos vivos, Avendaño.

-¡Qué ingenioso, Epstein! Compré un despertador igual en el súper de sus socios. Los chinos fabrican cada cosa... tiene suerte, el mío duró poco –comentó Assef.

Epstein miró indignado a Chen Lu que, inmutable, le clavó los ojos a su esposa, que en seguida tradujo:

- Chen Lu dice leclamal mañana a fablicante.

Sin entender ni interesarse, el presidente comunal, queriendo concluir con su cometido para irse a dormir, carraspeó y dijo solemnemente:

-Esta comitiva, que representa las fuerzas vivas de la comuna, fue conformada a fin de galardonarlos con este diploma que la licenciada Medina entregará en instantes, distinguiendo la organización del Primer Festival Internacional de San Chárbel. Un éxito rotundo, según nuestra opinión y la del ministro, quien me pidió que les transmitiera el ofrecimiento de repetir la experiencia el año próximo. Por favor trompeta, el himno. Directora, proceda.

Epstein y Avendaño se miraron profundamente un instante y comenzaron a pestañar en clave morse, como habían entrenado para comunicarse en caso de que los atraparan.

-Disimulá Avendaño, los tenemos en la manga. Se activa plan SP… simulación pitagórica.

-Activado. Esta vez no fallaremos, Jacobo.

 

 (*) Jorge Pablo Yakoncick, de "Historias Inauditas", 2023, editorial Ciudad Gótica. Rosario, Provincia de Santa Fe, Argentina.

(**) Jorge Pablo Yakoncick: Nació en Rosario en 1965. Inició la actividad literaria en su adolescencia como parte del grupo El Poeta Manco y luego en otras revistas (Al Sur del Cielo, La Luna de Tlön). Formó parte de la Editorial El Heresiarca & Cía., No Muerden y Libelo Bagual. Publicó: El Bodrio (poesía, libro compartido con J. Dipré, Ed. H&C); Del Señor S Solo Sueños (novela en coautoría con J. Dipré, Ed. No Muerden); Mala Praxis (poesía, en libro coral Desfile de Monstruos, junto a Antares, Álvarez, Dipré y Schmidt, Ed. El Heresiarca & Cía.); Panfletos Cimarrones (antología poética, Ed. Libelo Bagual); Historias Inauditas (Relatos, Ed. Ciudad Gótica). Creó el blog Los Desvelos del Doxógrafo. Además, es médico y psiquiatra por Universidad Nacional de Rosario, especialista en Psiquiatría Legal y Diplomado en Estudios Avanzados por la Universidad Complutense de Madrid.


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