22 nov 2009

"Los rastros de lo que era"; María Teresa Andruetto

Los rastros de lo que era
a Lelia Franco.



"Donde hay hielo, hay frescor para dos.
Para dos: por eso te hice venir."
Paul Celan
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Con el ruido de los ómnibus, le llega desde la calle la transmisión de un partido de fútbol y entonces descubre -antes no lo había notado- que todos los que están en el Savoy son hombres. No sabe por qué se ha metido en ese bar que en otro tiempo frecuentaba, tal vez porque está próximo a la terminal, y porque ahí sobre la cortada, parece un sitio a resguardo. En otra mesa, borracho, alguien duerme y su baba moja la fórmica; los ventiladores no espantan el calor, tampoco las moscas.
Se ha dicho cien veces que no tiene ni tendrá
miedo y, aunque ocho años fuera del país han borrado las direcciones de los amigos que tenía en la ciudad, la invade la impresión de estar esperando a alguien. Todavía en Roissy, cuando despegaban, no pudo detener el impulso de revisar la agenda, pero enseguida comprobó que ninguno de los amigos de aquella época había resistido la poda de los años.
Hasta el momento de subir al avión, Antoine le había pedido que se quedara. Lo había hecho a su modo, con la angustia de quien presiente una catástrofe; incluso le había pedido a sus amigos -los únicos que tenían en Grenoble- que la convencieran. Pero ella no podía dejarse convencer, no esta vez. Por años había deseado volver, con un deseo animal, intenso como el miedo; incluso en alguna ocasión había avanzado hasta Air France -hasta la reserva del vuelo- y después dado marcha atrás con la ayuda de su marido, que la cuidaba más de lo que se cuidaba ella misma. Antoine era un hombre de una bondad tan extrema que ella no creía que ninguna mujer pudiera dejar de quererlo. Esa fue la impresión que tuvo desde el fin de semana en que lo conoció, cuando Iris era una recién llegada -poco después de todo aquello- y él trabajaba en ese grupo de apoyo. Lo primero que se le ocurrió pensar entonces -cuando se lo contaba reían los dos hasta llorar- fue que parecía un predicador, un Testigo de Jehová de ésos que pasaban por su casa los domingos cuando ella era una niña y a los que su padre echaba de un portazo; o un mormón, porque Antoine era así de rubio y de limpio siempre. Pero con los años había comprendido que sólo se trataba de un hombre bueno y que esa bondad le había devuelto una vida blanca, impecable, como la camisa de un mormón.
Antoine la amaba pero ella no sabía por qué su amor le llegaba a veces como un ahogo; nunca se lo había dicho porque él no hubiera comprendido y ella temía -con un gesto, con una palabra que se le escapara- echarlo todo a perder. Siempre había bastado un pedido suyo para que él estuviera pendiente, dispuesto; así habían hecho aquel viaje por las islas griegas y el otro a Fez con el que Iris había soñado durante años. Para no tener más amigos que ella que los había perdido a todos, Antoine fue abandonando poco a poco a sus amigos franceses y se quedaron sólo con Chela y Michel. Ahora que lo pensaba, ella comprendía que -por amor- Antoine le había concedido todo, que estaba siempre dispuesto a satisfacer sus deseos, todos los deseos excepto el de regresar.
Cada vez que Iris hablaba de regresar, Antoine entraba en pánico, tanto que ella llegó a pensar que había algo más que deseos de cuidarla en ese pánico. Iris no sabía qué sentido tenía regresar, sólo comprendía oscuramente que iba a suceder, como había pasado con la fuga, largamente planificada. Las otras veces se había dejado convencer, pero ahora no. Acaso fuera, se dijo, porque tenía a su madre muriéndose, aunque la madre no se enterara de nada porque estaba en una cama, inconsciente desde hacía años, tirada, muerta en vida; cómo explicarle a Antoine que lo mismo quiere verla. Cree que por eso ha regresado, para ver lo que fue alguna vez el cuerpo de su madre y ahora es esa cosa en una cama; pero no lo sabe con certeza.
Ella necesitaba volver y eso es algo que Antoine
nunca entenderá. A veces piensa que la vida es muy sencilla para los que se han trazado un camino sin vueltas, pero qué decir de los que se vieron obligados a buscar atajos, a perderse en callejones oscuros. Antoine no sabe de estas cosas y ella -aunque quisiera- no podría explicarle nada. Sólo con Chela hablaba de su deseo de volver, porque ella era también una extraña en Francia; sin embargo Chela le había dicho que lo pensara bien, que era peligroso.
Desde hacía años, Iris no pensaba en otra cosa. Lo había hecho primero con horror, a espaldas de Antoine, sin confesar a nadie esos sentimientos que habían ido creciendo, ramificándose en cada carta, temida primero y después -no sabía ella por qué razón- esperada. Los seres humanos nos conocemos poco, le dijo a Antoine una tarde que caminaban por las afueras de Grenoble hablando, como todos entonces, de los asesinatos en serie de un comerciante de Lyon.
En Pajas Blancas compró el diario y lo fue leyendo en el taxi que la llevaba hasta la terminal. En su país, más que en ninguna otra parte, los titulares le parecieron risibles: cientos de hombres respetables no eran más que asesinos y ahora iban a juzgarlos porque habían hecho cosas que impresionaban a la gente; no a ella, claro, pero sí a gente como Antoine.
El mozo trae una botella de agua mineral. Ella le ve bajo la axila una aureola y siente asco; también por la rejilla grasienta y la mesa con quemaduras. Después escucha unos pasos y recuerda el ruido de botas que venían por los corredores hace tiempo, y también el sudor helado que le brotaba con sólo oírlo.
Aunque no es más que una palabra lo que ese hombre dice a sus espaldas, Iris lo reconoce: ha seguido oyendo en sueños esa voz y la reconocería donde fuera. Además, Antoine le ha dicho que dormida repite con insistencia un nombre y ella sabe que es ese nombre. Todavía no le ha visto la cara, ni necesita vérsela, cuando siente su contacto -es sólo la presión de unos dedos sobre la espalda- y percibe, como antes, el escalofrío. Después él se sienta y por sobre la mesa extiende una mano y roza la suya.
Sólo más tarde, cuando lo que sucedía dejó de ser el espejismo que era en esa siesta de enero, ella intentó sacar la mano; pero él la retuvo por un dedo, uno solo, el meñique. Iris imaginó que él hacía fuerza hasta arrancarle el dedo y que ella finalmente lograba desasirse y se marchaba con la mano sangrando. Él avanza hacia la palma y luego por el brazo hacia arriba, por la piel desnuda. Iris espanta por inútiles las imágenes que se le cruzan: quisiera borrar sobre todo el deseo que, contra toda lógica, ha sentido, y el día y la hora en que él la vio y la eligió entre todas; pero sabe que suprimir ese momento implicaría suprimir toda la vida y se interna en caminos no recorridos, callejones sin salida que acaban en nada. Él dijo algo, la nombró, pero no por su nombre sino por el modo en que solía llamarla entonces, cuando era suya; violentaba la voz de una forma que los años no habían borrado, con tanta fuerza que los de la mesa de enfrente se volvieron a mirarlo.
Iris mira por la ventana, hacia la avenida: ve pasar los ómnibus, sabe que pronto pasará el suyo. Él sacó los cigarrillos y le ofreció uno, pero ella ya no fuma; después, se abrió el saco para buscar en el bolsillo de adentro el encendedor y ella vio, contra la tela de hilo color crema, un Dupont esmaltado en azul que conoce bien. Él encendió su Marlboro, dio unas pitadas y con el humo avivó la brasa; entonces ella supo lo que iba a venir y se miró el brazo, los pelos oscuros. Sabe que la brasa llegará a la carne -que él lo hace muy bien- y se dispone a soportar lo que viene para no darle con el gusto de que la vea como otras veces; pero él se detuvo antes -un poco antes- y ya no avanzó. Más que el dolor, la paralizan los recuerdos que tiene almacenados y no puede desechar. Si le fuera posible suprimir la memoria, acabarían de un soplo no sólo los horrores pasados sino los que vendrán; pero no puede. Sintió el calor, la brasa chamuscándola, la catinga de los pelos quemándose. Ella ha olido la carne quemada, y eso no es algo que pueda olvidarse. Sin embargo, no intentó retirar el brazo. Pasaron por su cabeza cuerpos marcados: la habían obligado a mirar esas cosas y ahora ella no podía borrárselas; la obligaron y entonces todo eso no dejó de suceder adentro de ella mientras viajaba a Fez, daba clases de español o hacía el amor con Antoine. También ahora escuchó los gritos -nunca se habían callado esos gritos-, unos sobre otros se mezclaban con sus quejidos.
Se le cruzó otra vez su madre muriéndose y supo que ya no iría a verla. Midió las horas que la separaban del momento en que quedaría para siempre despojada de toda raíz; calculó también la distancia hasta la puerta y hasta el hombre que despachaba tras la barra, imaginó una maniobra y supo que ni un milagro alteraría el ritmo de las cosas. Él nombró el sitio donde la guardaba por aquellos años -el campo donde la chuparon y después la casa- y le recordó lo que ella había hecho a cambio de promesas que la mantuvieron viva. En esa casa, ella se había acostado con él sin olvidar quién era ni lo que hacía, ni tampoco lo que había hecho con ella, ni hasta qué extremo la había sometido. Esto era algo que Antoine no comprendía porque -ahora lo sabe- para su madre, para Antoine, para sus compañeros, para ella misma, era imposible comprender que había dicho que sí, que había estado con él y había hecho aquellas cosas que hizo para seguir viva.
Lo escuchó preguntar si recibía las cartas y los regalos que le mandaba, pero no quiso contestar. Le miró las manos, los dedos largos, el anillo de sello con las iniciales, y después, desde la ventana del bar, vio que por la avenida bajaba su ómnibus. El preguntó nuevamente por las cartas, por las que desde hacía años le mandaba y que -sin que ella supiera cómo- habían llegado regularmente a todas las casas de todas las ciudades donde había vivido; apretándole el brazo preguntaba, hasta que Iris asintió.
Tenía los ojos vacíos, la mirada en algún punto lejos, cuando levantó la mano hasta la cara del hombre y con un dedo le dibujó la boca. Después se largó a llorar sin importarle que la viera así, repitiendo que por qué a ella, que por qué la había elegido a ella. Echada sobre la mesa, mojando con sus lágrimas la fórmica como el borracho que dormía un poco más allá, Iris repitió esa frase hasta perder las fuerzas, mientras él le acariciaba el pelo. Bajo la caricia, ella temblaba, empapada en sudor.
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María Teresa Andruetto, de “Todo movimiento es cacería” Editor: Alción

2 comentarios:

Recomenzar dijo...

bellísimo tu blog con tu arte de palabras te sigo me has gustado lo mejor para vos hoy y siempre

Jorge Dipré dijo...

Muchas Gracias! o gracias, "Mucha"

:)